Es una suerte que las palabras jamás hayan cotizado en bolsa. De haberlo hecho, hoy veríamos desplomarse estrepitosamente sus acciones y los diccionarios morirían de un infarto de sentido.

De todos modos, existe una correspondencia estrecha entre el lenguaje y la economía. El exceso de emisión verbal, por ejemplo, es tanto o más peligroso que el exceso de emisión monetaria. Basta con encender el televisor, por ejemplo, para darse cuenta de que lo que dicen algunos periodistas no tiene un respaldo en oro. Hablan en patacones, en lecop, en pesos ley, en bonos, en billetes del estanciero, en dinero de utilería. Y, aunque no coticen en bolsa, las palabras se devalúan. En los estantes de las bibliotecas los diccionarios sienten que les falta el aire y entreabren sus páginas para poder respirar. De ellos caen vocablos marchitos. Muchos que, dada su jerarquía, se escribían con mayúsculas hoy padecen de una amnesia prematura y de una pérdida de identidad. Ya no saben qué quieren decir.

El otro día, por ejemplo, vi que la palabra libertad jadeaba a los pies del escritorio como un perro acalorado. Se había caído del diccionario de la Real Academia Española y había sufrido un esguince. Quise devolverla a su casa, ubicada entre las calles Libérrimo y Libertadense (un callejón sin salida, una palabra que no usamos). Pero para mi sorpresa, debajo de la palabra caída ya no decía “Facultad natural que tiene el hombre de obrar de una manera u otra, y de no obrar, porque es responsable de sus actos. Estado y condición de quien no es esclavo”. Ahora se leía: “Facultad de comprar dólares para ir todos los veranos a Punta del Este. Posibilidad de golpear, insultar y escupir periodistas de ideología contraria a la propia. Derecho a esparcir virus y contagiar al prójimo en manifestaciones callejeras donde la gente exprese la idea de que no quiere ser Venezuela (o Valenzuela según el reclamo de una manifestante), afirme que al igual que Papá Noel y los Reyes Magos la pandemia no existe, que son los padres, y sostenga que el aislamiento es el resultado de una conspiración internacional para cercenar los poderes individuales y que la mejor forma de combatir el coronavirus es el contagio.”

Que me perdone Marie Kondo por el desorden, pero no pude volver a poner la palabra en el mismo sitio del que se había caído. De todos modos, aunque la hubiera devuelto a su lugar de origen, el desorden no se habría acabado. Por el contrario, no sé si se han percatado, pero, se está repitiendo la historia de la Torre de Babel. No es posible determinar si se trata de un castigo divino o un efecto de la devaluación verbal, pero lo cierto es que ya no nos entendemos ni en nuestro propio idioma. Cada cual habla una lengua propia. República, por ejemplo, para algunos significa el gobierno de los más ricos para beneficiar a los más ricos.

La confusión es tan grande que ni siquiera hay consenso sobre los períodos históricos que aprendimos en la escuela. Hay un diputado con cara de malo de cine mudo para el que la Edad Media no comienza en el año 476 con la caída del Imperio Romano de Occidente, sino con el aislamiento social y obligatorio dispuesto en el mes de marzo como única forma de resguardarse de la pandemia. Para un empresario del azúcar, en cambio, comienza con su propia entronización como señor feudal con derecho a dejar morir a los siervos de la gleba con tal de que no se detenga la producción. A tono con la devaluación verbal, la palabra azúcar alude ahora a una sustancia muy amarga. Respecto de la culminación de la Edad Media sí parece haber consenso: lo mejor para ellos sería que nunca terminara.

Mientras tanto, un viejo político agita fantasmas del pasado, alude a posibles golpes militares y a los gobiernos de facto como un inexorable destino latinoamericano. ¿Y entonces, si nuestro futuro está escrito, para qué le sirvió a él y a los demás que ejerciera la política durante toda la vida? ¿Según él, no es que estábamos condenados al éxito? Ya no se puede creer ni en las condenas.

Son tantos los que emiten palabras de manera continua que su valor disminuye segundo a segundo. Ya casi no quieren decir nada. La oligarquía se proclama revolucionaria sin ponerse colorada y acusa de conservadores a quienes defienden los intereses populares. Hasta los nombres propios han caído en la redada. Nuestro más reciente expresidente podría declararse peronista –de hecho lo hizo alguna vez-, guevarista, leninista o trotskista sin que nadie se inmutara.

Aun así, pese a su escaso valor, hay quienes se dedican a robar palabras. Hace poco, de la noche a la mañana, hurtaron la palabra democracia y la desguazaron en un dudoso negocio de la calle Warnes. Ya no significa gobierno del pueblo, sino gobierno de las minorías. Hasta pretenden robarse las calles ocupando unos metros frente al Congreso con personas que no saben bien a qué, pero se oponen. La única preposición que se ha jerarquizado es contra, porque tener una supuesta posición ética consiste en estar contra todo. Mientras el rey de la reposera se trasladó a Suiza, aquí las huestes de los Leucocitos de siempre se preparan para combatir un desgraciado neologismo que inventaron ellos mismos: infectadura.