La negación de la presencia de un pueblo originario en el territorio histórico de Palestina ha sido desde el comienzo la obsesión del movimiento nacional judío. Para los primeros colonos, llegados a principios del siglo XX, los palestinos o bien no estaban allí o, cuando estaban, eran considerados forasteros que no deberían haber estado. Una vez que descubrieron – o aceptaron a fuerza de realidad- que los nativos estaban allí, decidieron construir comunidades cerradas y esforzarse por establecer mercados laborales y una economía exclusivista.

Luego de la creación del Estado de Israel en 1948, se le impuso un férreo régimen militar a la minoría palestina, considerada como un elemento potencialmente subversivo. En el eufórico entusiasmo que emergió después de la guerra, los políticos y generales miraban a la comunidad minoritaria como una “quinta columna” y hasta se contemplaba su expulsión forzada. Sin embargo, con el fin de la era de Ben Gurión -Primer Ministro israelí desde 1948 hasta 1963 casi ininterrumpidamente- llegó el cambio.

Ben Gurión era extremadamente paranoico respecto del futuro de la minoría y una vez que hubo desaparecido del escenario político, se abolió la ley militar que se le había impuesto y fue substituida por una matriz más compleja de discriminación, desposesión y colonización. La metáfora de los palestinos como una enfermedad que debía curarse continuó figurando en el discurso oficial durante los años siguientes; se los llamaba “un cáncer en el corazón de la nación”. A nivel institucional se los denominó “no judíos”.

Los sucesivos gobiernos crearon otros medios y categorías –como “presentes ausentes” y “aldeas no reconocidas”- para perpetuar la estrategia de segmentación, dependencia y apropiación. Había además políticas gubernamentales ocultas pero oficiales que salieron a la luz en la década del 70 cuando la prensa israelí dio información sobre un documento secreto conocido como el Memorando Koeing en el que se detallaban las estrategias a desarrollar para la exclusión y marginación de la población palestina.

La continuidad de este tipo de políticas ha hecho que la esfera social, económica y educacional habitada por la minoría sea intencionalmente dependiente, subordinada y marginada al generar pobreza y desempleo. La maquinaria de discriminación ha sido a lo largo de los años sustentada a su vez por una legislación igualmente racista que hace de los palestinos ciudadanos de segunda. Se diría que son ciudadanos del Estado de Israel casi por una casualidad geográfica.

En estos días nos ha llegado la noticia de que Israel se convierte oficialmente en una etnocracia, o en una democracia étnica. La etnicidad y no la ciudadanía será –si no es ya- el determinante principal para la asignación de derecho. La nueva ley vuelve a poner sobre el tapete la contradicción entre la narrativa sionista que busca indigenizar a los judíos -un diputado del Likud le llegó a decir a uno de los representantes palestinos: «Ustedes no estaban aquí antes que nosotros y no se quedarán aquí después que nosotros»- y la presencia de la población palestina.

Los peligros de una política de la raza fueron lúcidamente advertidos por la filósofa judía Hannah Arendt en los años 40, cuando señalaba su ligazón con la política de la muerte. Decía, y sus palabras siguen resonando al día de hoy: “En efecto, políticamente hablando, la raza es – digan lo que digan los eruditos de las facultades científicas e históricas- no el comienzo sino el final de la humanidad; no el origen del pueblo sino su decadencia; no el nacimiento natural del ser humano sino su muerte antinatural”.