El juez federal de Bariloche, Gustavo Villarreal, citó a indagatoria al prefecto del grupo Albatros, Javier Pintos, por el asesinato del joven mapuche Rafael Nahuel. Lo cierto es que el magistrado se tomó su tiempo; con el típico desgano de quien se ve obligado a incurrir en un acto embarazoso, resolvió esa imputación no sin dejar correr tres largas semanas desde que el resultado de los exámenes balísticos señalaran al suboficial como autor de los disparos en cuestión. Pero aquella demora –increíble desde el punto de vista procesal– no mejoró su ya dañada sintonía con el Poder Ejecutivo, porque tal peritaje –una formalidad que Villarreal no pudo eludir– desplomó la hipótesis oficialista del «enfrentamiento». Una desavenencia ajena a la voluntad de ambas partes.

¿Acaso podrán los operadores judiciales y mediáticos del Ministerio de Seguridad revertir semejante revés? Por lo pronto, su única jugada al respecto se limita a una distorsión conceptual del rastro de pólvora hallado por técnicos del Centro Atómico de Bariloche (CAB) en las manos de Fausto Jones Huala y Lautaro González, quienes auxiliaron a Rafael, ya moribundo. A saber: una sola partícula entre las 4001 analizadas en el primero de ellos y otra entre las 3534 analizadas en el segundo –ambos recogieron casquillos de proyectiles disparados por los prefectos–, mientras que en las manos de la víctima no se encontró rastro alguno. Sin embargo, al ser remitido tal informe al Servicio de Ingeniería y Química Forense del Cuerpo de Investigaciones Fiscales de Salta (CIF), sus peritos conjeturaron que «pudo haber más partículas», un parecer apenas basado en la revisión de las filmaciones del estudio, donde se advierte que los científicos del CAB no se cambiaban los guantes al sacar las muestras, algo no exigido por las normas internacionales.

Pero eso bastó para que, por caso, el diario Clarín opacara la noticia de la inminente indagatoria al cabo Pintos con el siguiente titular: «Encontraron pólvora en las manos de Rafael Nahuel, el joven mapuche muerto en el lago Mascardi». Y el de Infobae: «Encontraron restos de pólvora en las manos de tres mapuches». Era el renacer de la teoría del «fuego cruzado». Un clásico del relato macrista. Y a la vez un calco del «tiroteo» en el que murió fusilado por la espalda al huir de la policía tucumana el niño Facundo Ferreyra, de 13 años. También en ese episodio las pericias balísticas echaron por tierra de versión de la «resistencia Pistas de una coreografía criminal OPINIÓN Ricardo Ragendorfer Periodista armada» de la víctima.

Pero ambos casos, como muchos otros, ponen al descubierto una misma coreografía criminal que bien se podría caratular como «persecución seguida de muerte». Un notable aporte del PRO al concepto de «legítima violencia del Estado». Cabe recordar al respecto la primera declaración de Patricia Bullrich tras el homicidio de Nahuel: «Nosotros no tenemos que probar lo que hace una fuerza de seguridad». ¿Acaso fue un exabrupto? Todo indica que no. Porque semejante tesitura fue apuntalada por otras insignes voces; entre estas, la de Mauricio Macri («Hay que volver a la época en que la voz de alto significaba entregarse»); la de Gabriela Michetti («El beneficio de la duda siempre lo tienen las fuerzas de seguridad»); la del ministro de Justicia, Germán Garavano («La violación de las leyes va a tener consecuencias») y la del diputado del PRO –y ex dirigente de la DAIA– Waldo Wolff («Se debería tomar medidas contra el juez si no actúa»). A modo de remate, «La Piba» –tal como sus allegados aún llaman a esa ministra de 62 años– hasta suscribió una resolución para que los uniformados «no obedezcan órdenes de los jueces si consideran que no son legales». Fue el anticipo de la llamada «doctrina Chocobar», una franquicia para el ejercicio del gatillo fácil.

En dicho contexto, el procesamiento con prisión preventiva del prefecto Pintos (o el dictado de su falta de mérito) es un hecho cardinal.

«Villarreal es un tipo muy inestable; no se puede confiar en él», repite la señora Bullrich a sus allegados, según una fuente ministerial. En público, manifestó esa aprensión declarando: «Acompañamos el accionar de nuestra fuerza y cuando dicen mentiras salimos a decir la verdad. Defendemos el accionar para que cuando vayan a enfrentar el delito hagan lo que tienen que hacer».

Un encono injusto hacia el hombre que obedeció con suma docilidad las órdenes segregacionistas del Poder Ejecutivo. De hecho, fue Villanueva quien llevó a juicio –para su extradición a Chile– al lonko Facundo Jonas Huala en base a testimonios obtenidos bajo tortura. Fue también Villanueva –quien tras la anulación de ese proceso– ordenó otra vez su detención una hora después de que el presidente, de visita oficial en el país trasandino, recibiera un pedido al respecto de la mandataria anfitriona, Michelle Bachelet. Y su último servicio a la causa civilizatoria ocurrió el 23 de noviembre, cuando dispuso desalojar del lago Mascardi a 30 personas con una task force compuesta por 400 efectivos de Gendarmería, Prefectura y Policía Federal. La faena fue bestial; entre los detenidos hubo niños de uno a cuatro años.

Algunos pobladores lograron huir al monte. Entre ellos estaba Rafael. Ahora es él quien debe esclarecer su muerte. Vueltas de la vida.