El otro lado –ciclo del cual fui investigador– arrancó con una circunstancia que bien vale evocar: su primer envío, que incluía entrevistas a tres hampones y un comisario, estuvo atravesado por un plan de fuga.

Poco antes, me había llegado un cassette con la voz del “Gitano”, un pistolero amigo que languidecía en la cárcel de Olmos. El tipo quería escaparse y, dadas ciertas deudas penales que mantenía en varias ciudades del interior, cifraba sus esperanzas en un traslado. Pero como tales causas se encontraban cajoneadas, él pensó que una buena campaña periodística podría aligerar las cosas. Aún recuerdo el remate de aquella grabación: “Hermano, hay tanta plata en la calle que pide a gritos que alguien se la lleve. Y yo acá.” Semejante frase bastó para convertirme, digamos, en su jefe de prensa. De modo que le comenté el asunto a “Polito” –como llamábamos a Fabián Polosecki–, quien no sólo exhibió su buena predisposición al respecto sino que, además, tuvo el gesto de postergar un tema que ya teníamos para el primer programa sin otra razón que el apuro del Gitano en irse de su forzado domicilio. Así, en medio de esa gesta –nunca mejor dicho– “libertaria” ocurrió nuestro debut televisivo.

En realidad, la fuga al final no se concretó. Pero si hubo en aquella emisión inicial un testimonio fuera de lo común, donde se vio palpitar el corazón del entrevistado, esa fue la palabra del Gitano.

A partir de entonces, “Polo” –tal como fue acortado su apodo para la TV– acuñó una saga de relatos cuyo carácter extraordinario estaba depositado en la cotidianeidad de los personajes o, mejor dicho, en sus pliegues más secretos. 

De su mano, una heterogénea legión de ladrones, putas, sepultureros y tahúres, entre otros invisibles de la vida, tomaron la pantalla chica por asalto. El mérito de aquel pibe que aún no había cumplido 30 años fue haber dado el gran paso en el campo de las narrativas urbanas por televisión. Un paso revolucionario. Un paso único e irrepetible, pese a los patéticos intentos de sus imitadores por apropiar ese “formato”. Y en esto último hay una razón de peso: su enorme contribución al discurso de la imagen no fue precisamente el “formato” sino la magia de un legado artístico que resuena hasta nuestros días.
Para mí es un honor haber sido su amigo. «