Por ahora no hay tratado. Eso indicaban las declaraciones de Emmanuel Macron, desde antes de la llegada de Macri a París. Francia, dijo, no puede avalar un tratado que favorezca el ingreso de alimentos sudamericanos en desmedro de su propia producción. Subsidiada por los contribuyentes franceses para conservar empleos y garantizar seguridad alimentaria. Hubo declaraciones amables, apoyos para el ingreso a la OCDE y salutaciones al G20, pero sin novedad en el tema principal. Hasta ofrecimos destrabar el caso Aguas Argentinas, la compra de los dos patrulleros oceánicos y otras cosas más. Pero no alcanzó. Macron tenía otras razones.

Nadie puede mostrarse sorprendido. Ya sabemos que desde la década de 1950 la Unión Europea, marcada a fuego por las hambrunas irrepetibles de la guerra, viene subsidiando en forma coordinada su producción de agroalimentos. Y que todos los borradores del acuerdo comercial birregional, que circulan desde hace casi 20 años, chocaron con esa incompatibilidad de modelos alimentarios. Nuestro campo es imbatible; los de la península europea son poco productivos y están protegidos. Y Europa, el actor grande sentado a la mesa, hace las ofertas y pone las condiciones. De hecho, los industriales bonaerenses y paulistas celebran el freno de Macron (quien, como veremos al final de esta columna, habla también en nombre de otros europeos proteccionistas, no sólo franceses), pero su festejo quedó eclipsado por el de los granjeros del norte. La asimetría funciona así.

Hay que aclarar también que los productores antiacuerdo –granjeros europeos, industriales sudamericanos– no dominan las negociaciones todo el tiempo. Hay, en ambas regiones, exportadores que quieren pactar, diplomáticos que trabajan de negociadores, y políticos que aman las fotos firmando convenios. A lo largo de estas dos décadas de rosca, hubo momentos en que los planetas casi se alinearon. A principios del siglo XXI, por ejemplo, hubo meses en los que la producción agrícola europea fue muy baja, y las barreras al trigo y el maíz cayeron a cero; en ese momento, Europa hizo una oferta «buena», pero para los industriales paulistas era mala y dijeron que no. Diez años más tarde, los duros fueron los argentinos. Entre esas y otras episódicas ventanas de oportunidad, la mayor parte del tiempo las trabas estuvieron en Europa.

Siendo así de difíciles e improbables las cosas, como lo muestran los casi 20 años de vueltas alrededor del asunto, ¿por qué volvemos a hablar del tema? Por dos razones. Una es el deseo del gobierno argentino. La otra, es que hasta hace unos meses parecía abrirse una nueva ventana de oportunidad en Europa –o eso nos pareció–. Pero hay motivos para creer que esa ventana europea se cerró rápidamente.

Veamos primero el deseo gubernamental argentino, expresado en las declaraciones del presidente. Aunque no haya estudios de impacto que demuestren que el tratado tendría saldo positivo, Macri lo quiere por razones que van más allá del comercio. Para empezar, porque firmar un tratado así sería un activo institucional para apuntalar las finanzas argentinas. Somos un país con inflación alta, déficit fiscal y otras vulnerabilidades, que apela a la ayuda política externa para mejorar su calificación. Un tratado con Europa, o el ingreso a la OCDE, deberían bajar nuestras tasas de riesgo país. Está también, claro, la capitalización del logro ante el electorado («volvimos al mundo»), pero en un año no electoral lo económico pesa más. Además, «el trayecto es el camino»: aun sabiendo que la cosa está muy difícil, Macri y la diplomacia argentina insisten con la meta de firmar porque expresa una «vuelta al mundo» en sí misma. Al declarar una y otra vez la voluntad de «volver», el gobierno argentino ya se siente un poquito más cerca de los países de Occidente. Después de todo, somos europeos; si ellos no quieren, se lo pierden.

Queda, por último, la mirada geopolítica de nuestro gobierno acerca de la presunta ventana de oportunidad que se abrió tras el Brexit y el triunfo electoral de Trump. De esas que pueden imponerse sobre el lobby de los granjeros franceses y polacos. Un año atrás muchos dirigentes europeos se veían en las puertas de una guerra comercial. Ese fantasma, de hecho, no se disipó: los nacionalismos y separatismos siguen en auge, y «The Donald» acaba de anunciar en Davos que protegerá el acero estadounidense (Europa es un gran productor de acero, y Estados Unidos uno de sus principales mercados de exportación). En ese contexto, en nuestras costas se especuló con el advenimiento de una política comercialista más activa de parte de Europa, para compensar la pérdida de otros mercados, y que ello podría incluir un relanzamiento del proyecto con el Mercosur. El razonamiento tenía lógica.

Pero surgieron otros elementos en el camino. Uno de ellos son los cambios laborales impulsados por Macron –quien se proyecta como un líder europeo– que afectan a los países del este de la Unión. Su propuesta es atacar el «dumping salarial» que se produce con el ingreso de trabajadores «baratos» provenientes de los países socios del este –polacos, sobre todo– en las ciudades del oeste. Lo que propone, concretamente, es una nueva política salarial regulada desde Bruselas, que se implementa garantizando que los trabajadores cobren salarios de convenio en el país de residencia, con independencia de su procedencia. Es decir, que en París los polacos cobren como franceses, y que en Varsovia los franceses cobren como polacos.

Recuérdese que el enojo social con los salarios más bajos que cobraban polacos, checos o búlgaros fue una de las causas del éxito del Brexit (y Macron llegó al Elíseo con el mandato de evitar nuevos «exits»). La «reforma social europea» de Macron, que aparenta defender los derechos salariales de los trabajadores del este que se mudan al oeste, piensa sobre todo en sus propios votantes franceses. Y en los que votaron por Marine Le Pen. Macron persigue el doble objetivo de atacar el problema del desempleo en Francia, y de calmar los reclamos de los votantes franceses contra los salarios baratos de polacos y húngaros.

Este Macron reformista, que recorrió meses atrás los países del este buscando apoyo político para su propuesta, es el mismo que ahora se opone al acuerdo con los sudamericanos. No sólo le preocupan los granjeros franceses: también, quiere eliminar cualquier impacto de un acuerdo comercial sobre los mercados de trabajo del este. Y cuando habla, lo hace también en nombre de los líderes europeos orientales que respaldan su reforma laboral. «

* Doctor en Ciencia Política (IEP-Paris) / Director de Observatorio Electoral Consultores. Profesor de Geopolítica de la UBA.