No hay nada que un hincha extrañe más del fútbol que ir a la cancha, el ritual de una normalidad que ya no sabemos cómo retornará. El fútbol en pandemia se convirtió en una experiencia televisiva; el vínculo con el equipo es mediado por la tecnología, se mira desde casa y se comenta online en los grupos de WhatsApp. Eso no modifica la pasión. Porque ser hincha es el sostenimiento permanente de una esperanza. Y es una esperanza tan irracional que supera incluso todas las trampas que encuentra de la propia organización del fútbol.

Durante los 228 días en los que no hubo fútbol, la masa societaria de los clubes pagó la cuota sin uso de instalaciones, sin partidos, mientras lo que prevalecía en la Asociación del Fútbol Argentino era una rosca para garantizar la reelección de Claudio Tapia, el ganador de esa historia. Y cuando el fútbol volvió, sin hinchas en las canchas, lo que hubo fue una muestra del desquicio. La AFA hizo lo que quiso. Armó una copa deslucida que no contará como liga, que sólo entrega ingreso a otras copas internacionales, con un sorteo convertido en meme, con una televisación provisoria, atada a una medida cautelar, y con los descensos suspendidos. Porque ahora ya no hay que bajar la cantidad de equipos, hay que subirla.

A la Primera Nacional -lo que se llamaba Primera B Nacional, pero había que desdramatizarla- le quedó la peor parte, como siempre ocurre con el Ascenso. La AFA hizo tabla rasa con lo que se había jugado prepandemia porque los descensos se suspendieron, pero los ascensos no. Los ascensos hay que jugarlos. Así que bajó a Atlanta y San Martín de Tucumán, los equipos que lideraban las zonas, y armó un torneo de 32 equipos divididos en dos grupos (campeonato y reválida) que a su vez se dividen en dos zonas. Suponía, se explicó, una ventaja para los equipos que estaban arriba. Pero a la vez incluso los que estaban complicados con el descenso ahora tienen chances de ascender.

El jueves se hizo el sorteo. Barracas Central, el club que preside Matías Tapia, hijo de Chiqui, salió beneficiado con las localías. También Deportivo Riestra, el equipo del abogado y empresario Víctor Stinfale. Pero si eso puede considerarse como una mirada conspirativa, hay que volver a ver el video del sorteo, cuando al encargado de sacar la bolilla se le abre una de ellas, se cae el papel, y él lo acomoda para seguir revolviendo como si no hubiera pasado nada. Pudo ser apenas un accidente, un mal movimiento, pero lo suficientemente desprolijo para considerarlo un papelón.

No es sólo una cuestión de dirigentes. Esta semana, Jorge Arzuaga, ex banquero argentino del Credit Suisse y el Julius Baer, fue condenado a tres años de prisión en suspenso por la jueza estadounidense Pamela Chen, que tramita el caso conocido como FIFAGate. Arzuaga confesó haber ayudado a Alejandro Burzaco, ex CEO de Torneos, y al ex presidente de la AFA, Julio Grondona, a mover millones de dólares en coimas por los derechos de televisación del fútbol. Arzuaga conoció a Burzaco porque ambos fueron al St George’s de Quilmes, un colegio pupilo. Burzaco miraba con admiración a Arzuaga, que era mayor que él. Forjaron un vínculo que se mantuvo con el tiempo, tal como relata Facundo Pastor en el libro El gran arrepentido de la mafia del fútbol, sobre la conexión argentina del FIFAGate. Y coincidieron en el Citibank durante sus primeros años laborales. Los negocios marcaron el camino y así fue como Arzuaga llegó también a Grondona. Se lleva apenas tres años en suspenso. “La señal es que los que acordaron con el FBI y se convirtieron en arrepentidos y colaboraron son premiados con esas condenas. Y es posible que ese sea el destino de Burzaco”, dice Pastor. El empresario espera sentencia en Nueva York.

Coimas, torneos que se arman y desarman, prohibición del público visitante, barras, sorteos donde se abren las bolillas, contextos dirigenciales que expulsan a ídolos de un club, y entonces ser hincha es seguir creyendo a pesar de todo. O mirar para otro lado. Tampoco al hincha hay que convertirlo en una vaca sagrada, en el relato de Discépolo. Los hinchas -los de todos los equipos- formamos parte de un colectivo heterogéneo. Y muchas veces sacrificado.

Andrés Burgo acaba de publicar Nuestro viaje, una crónica de las 85 horas de viaje a Lima que hizo para ver a River durante la última final de Copa Libertadores. No importa qué es el fútbol, cómo lo manejan, qué hacen con él. Se volvería a subir a ese micro mil veces más. “Porque el fútbol -dice- son nuestras vacaciones permitidas. Es la ficción que necesitamos en la vida. Nos dejamos mentir. Es nuestro viaje de todos los domingos aunque no vayamos a ningún lado”.

Y es uno de nuestros lados salvajes. ¿Por qué nos sigue gustando tanto? ¿Por qué seguimos creyendo? ¿Por qué vamos a seguir yendo a la cancha cuando se pueda volver a la cancha? Quien sabe, pero seguro una respuesta está en el gol del Pulga Rodríguez. En jugadores como el Pulga Rodríguez. En esa belleza nos seguimos refugiando. Pero que los de arriba no abusen de esa lealtad con el juego.