Me gusta la palabra tilingo, no sólo por su tilín de campanita sino también porque las campanas suelen anunciar algo. En las películas de vaqueros, por ejemplo, les anuncian a quienes trabajan en un rancho que es la hora de comer. Probablemente sea por eso que entre todas las especies de tilinguerías posibles, la gastronómica ha alcanzado un desarrollo inusitado. 

Arrastrada por una amiga fui a dar a una palermitana cervecería artesanal, rubro impulsado por la tilinguería política. Apenas llegué a la mesa caminando sobre un piso sembrado de cáscaras de maníes y de otros restos indiscernibles, ya había asimilado mi primera lección de tilinguería palermitana, a saber: la mugre puede ser muy cool. Es más, hay gente que paga por ella y por una buena dosis de penumbra apenas amortiguada por una velita en cada mesa siempre que no sea por un corte de luz ni por la mezquindad de ahorrar electricidad para poder llegar a fin de mes, esa horrenda actitud de gente pobre. 

Mientras esperaba el pedido, la penumbra me hizo pensar en Borges y su ceguera que no fue repentina, sino gradual y que en algún punto de ese doloroso proceso debe de haber atravesado por la titilante ambigüedad lumínica que producen las velas. En un rapto de optimismo pensé que quizá la oscuridad fuera el precio a pagar por poder escribir algo como «Nadie rebaje a lágrima o reproche / esta declaración de la maestría / de Dios, que con magnífica ironía / me dio a la vez los libros y la noche». 

Pero el intento de mantener una actitud positiva a toda costa, remanida tilinguería de los libros de autoayuda, me duró poco. No pude evitar pensar que hay noches y noches y que esa noche palermitana en que el calor, la mugre y la espera eran considerados como atributos de un hotel de cinco estrellas, en nada se parecía a la noche física y metafísica de Borges. 

Estaba a punto de hundirme en la depresión más pasada de moda cuando llegó la moza con el pedido. (En estos lugares, por lo general, atienden mozas, no sé si es porque es más cool o porque les pagan menos que a un mozo.) Cuando depositó el pedido sobre la mesa no pude dar crédito a lo que vi, pero a esta altura de la vida y de la noche, mis ojos suelen tener menos crédito que mi celular, de modo que me vi obligada a sacar mi telefonito de la cartera y a encender su linterna. ¡Dios mío! –le dije a mi amiga– nos equivocamos de puerta y estamos en el Hospital Fernández. Me acaban de dejar un frasco con orina pensando que soy la recepcionista del laboratorio. Avergonzada, mi amiga me hizo bajar la voz y me explicó que ahora la cerveza se sirve en frasco. La moda, me informó, viene de Estados Unidos. Ya sabía yo que de un presidente como Trump no podía esperarse nada bueno, pero la cerveza en frasco es el colmo. 

Insistente y desconfiada como soy, persistí en mi teoría del análisis de orina hasta que, aburrida de escucharme, mi amiga se fue al baño y me dejó sola. Entonces entré en pánico. ¿Y si esta era una camuflada clínica de terapias alternativas donde practicaban orinoterapia? Me tranquilicé cuando caí en la cuenta de que ese método curativo consiste en beber la orina propia y no la de la moza o la del barman y, conservadora y falta de imaginación como soy, jamás orino en otros sitios que no sean los recipientes con tapas destinados para tal fin que hay en los baños. 

Respiré hondo y recordé una frase tilinga: «Lo que sucede, conviene». ¿Y si esta experiencia me servía para sacar a relucir mi soterrado emprendedurismo, neologismo tilingo –por no decir infame- si los hay? Imbuida del espíritu de Durán Barba me decidí a poner un restaurante donde el vino tinto se sirviera por vía endovenosa igual que el suero. Un cuartito de vino puesto en un sachet transparente y colgado de un soporte al lado del bebedor simularía una vigorizante e irresistible transfusión de sangre. Por su parte, el vino blanco podría servirse en papagayo y la ensalada –con la infaltable rúcula, los tomates secos y los brotes verdes– podría ofrecerse en chata. 

Cuando mi amiga regresó del baño simulé un fuerte dolor de cabeza, salí y tomé un taxi. Fui a un restaurante de San Telmo a comer pastas. Pedí tallarines con pesto. Me los trajeron fríos y servidos en una pala. Mientras me informaban que eso era re-cool creí reconocer en el hombre que atendía la caja al antiguo dueño de la funeraria de la esquina de mi casa. No pude probar bocado y me fui a Recoleta a comer una mini parrillada. Me sirvieron la morcilla y el chorizo en un mosaico y el vacío en una teja. 

¿Por qué es tan difícil beber de un vaso y comer de un plato? 

Renuncié a mi proyecto de restaurante innovador. Esta vez, no pensé en Borges, sino en Hemingway. A pesar de que Por quién doblan las campanas me encantó, debo decirte, querido Ernest, dondequiera que estés, que detesto a los tilingos. Por eso, cuando comiencen a doblar las campanas con su tilín, tilín, ni te atrevas a sugerirme que están doblando por mí. <