Argentina enfrenta una difícil situación de deuda. Si bien se trata de un problema estructural, durante el gobierno de Cambiemos se agravó de forma severa. La deuda pública pasó de los 240.665 millones de dólares en 2015 a 320.065 millones en 2019; de representar el 53% del PBI a ser 89% en 2019; se tomó deuda mayormente en moneda extranjera (en 2015 representaba el 36% del PBI, en 2019 el 70%); la nueva deuda se tomó bajo jurisdicción extranjera; y estos montos financiaron la fuga de capitales. Además, se firmó un acuerdo con el Fondo Monetario Internacional por 57.000 millones de dólares.

Tan grave y oneroso fue el problema que en el marco de una crisis auto-inflingida, el propio gobierno de Macri debió postergar pagos, popularizando el tecnicismo de “reperfilar” para esconder la virtual cesación de pagos. La reestructuración se imponía por su propio peso: no era tanto una decisión política como una expresión de la incapacidad real de pago.

Manos a la obra

Esto no tomó por sorpresa al gobierno de Alberto Fernández, que a inicios de febrero dedicó sus esfuerzos a presentarse en una gira internacional de cara a esta negociación. Y fue una gira exitosa: cosechó el apoyo público de Francia, Italia, España, Alemania, Japón, China y los Estados Unidos, entre otros. Se trata del conjunto que marca la mayoría delos votos al interior del Fondo Monetario Internacional. Otras voces influyentes se sumaron, como la del jefe de Estado del Vaticano, el Papa Francisco. Con este muy amplio plafón de sustento, el gobierno argentino contaba con el apoyo internacional para encarar la renegociación externa.

Contemporáneo a este impulso, se aprobó con apoyo casi total (excepto por los diputados del FIT) la ley de Restauración de la Sostenibilidad de la Deuda Pública, dando facultades al ministro de Economía, Martín Guzmán, para proponer una salida a la encerrona con los acreedores privados bajo legislación extranjera. Justamente, la oferta que se hizo pública recientemente.

El FMI ha sido en las últimas décadas el cancerbero del sistema financiero internacional. A su supervisión pueden remitir los diversos acreedores para garantizarse que los países hagan todos los ajustes necesarios para pagar. Ha cumplido el rol de auditor externo. Pero este rol entró en crisis, y nuevamente la Argentina tuvo que ver con ello, merced de lo actuado durante el gobierno de Cambiemos. El FMI envió una misión técnica-política a la Argentina, que terminó definiendo el carácter insostenible de la deuda y, para su propia sorpresa, señaló la necesidad de que los acreedores resignaran parte de sus intereses.

¿Y ahora?

El gobierno busca cerrar este tramo de la deuda, a la espera de negociar con el Club de París y el FMI, cuyas acreencias pesarán desde 2021. Otro tanto se hizo con las deudas bajo legislación local, que fueron reperfiladas hasta entonces. Así se llega a la actual propuesta de canje de deuda bajo legislación extranjera, cuya negociación está en curso.

De un lado, el gobierno realizó una oferta con una quita menor a la esperada. Tanto así que los bonos subieron su valor tras el anuncio. Del otro lado, hay acreedores que están dispuestos a demandar lo imposible y un poco más. “Un sacrificio que duela”, según refirió el periodista Alejandro Bercovich sobre la amenaza de los fondos que no dicen ser buitres, pero se les parecen bastante. En el medio, una crisis mundial de proporciones históricas, de la que se espera una ola de cesaciones de pagos de deudas soberanas. Y, sin embargo, según aseguró el ministro Guzmán, la propuesta no cambió. ¿Cuál es la racionalidad de este nudo gordiano?

Quizás embarra el debate el hecho de que, incluso ante una oferta que dista de ser agresiva, se haya desplegado un auténtico lobby pro acreedores. En esta lucha ingresan tecnicismos como la tasa de descuento del valor actual del recorte y otros términos que dejan fuera a la mayoría que intenta comprender. No obstante, hay un dato político clave y es que el gobierno, tal como ha asegurado una y otra vez, no discute la deuda sino que busca pagarla en tanto sea sostenible. Es ahí donde están las divergencias: algunos acreedores entienden que hay que pagar más allá de lo posible, vulnerando los derechos más básicos de la población endeudada.

Esta discrepancia bien podría llevar a que al menos una parte del canje no llegue a buen puerto y entre en cesación de pagos (default). La oferta oficial admite que esto pueda ocurrir con alguno de los 21 bonos sin afectar a los tramos que sí se renegocien. Algunos de los fondos intransigentes tienen grandes acreencias que, sumadas, les da poder para bloquear la negociación. El default es un plan B, y no necesariamente improbable.

El plan B

Según el propio ministro, en caso de entrar en cesación de pagos, la situación del acceso al crédito no sería muy distinta de la actual. Si hubiera un acuerdo con los acreedores, en el contexto internacional de salida de capitales de los países de la periferia y con el historial de la Argentina, es poco probable que ingresen nuevos fondos. Si lo hacen, será con tasas de interés muy elevadas para compensar los riesgos.

Un default en 2020, sin embargo, sería distinto al de 2001. Por empezar, sería acotado a un segmento muy específico (acreedores privados bajo legislación extranjera). Esta parte de la deuda que entraría en mora ahora sería menor (21%) que 19 años atrás (casi la mitad). Pero, además, se llegaría al default con el apoyo explícito del FMI y las potencias (similar a lo que sucedió con la reestructuración de la deuda en Ucrania y el default de bonos en manos de Rusia en 2015), al revés de lo ocurrido hace casi dos décadas cuando se llegó al colapso sin estos apoyos. ¿Qué ocurre entonces? ¿Los Estados de los países centrales se volvieron contra sus inversores?

Nada de eso. No se podría comprender algo así cuando, por ejemplo, Estados Unidos delega en Blackrock, uno de los grandes acreedores de la Argentina, el manejo de su paquete de rescate ante la crisis en Wall Street. El razonamiento de la comunidad de Estados centrales ante un probable default argentino sería mantener en el redil a uno de los países más díscolos. Si logran que Argentina mantenga la disciplina “como si fuera a pagar” incluso si no logra acordar, habrán logrado un objetivo político magnífico. Si nuevos países caen en cesación de pagos, se les podrá sugerir este mismo camino: hacer los deberes más allá de alcanzar algún acuerdo.

Quizás esto suene exagerado, pero debe evaluárselo en el contexto de la crisis mundial. Para enfrentarla, Argentina ha anunciado un paquete de estímulo de la economía de 8.100 millones de dólares. Debe compararse esto con los 5.000 millones que destinó al pago de deuda, que podrían haberse puesto al servicio de solventar las necesidades sociales en lugar de fondear acreedores para buscar el elusivo arreglo.

En definitiva, la cesación de pagos es tan antigua y recurrente como los ciclos de endeudamiento. Aunque desde la crisis de los ochenta, la cantidad de defaults se redujo considerablemente (en parte debido al mecanismo de disciplinamiento logrado por los actores de peso en las finanzas internacionales), el horizonte de default no pareciera ser imposible, una decisión solitaria ni “el peor de los mundos”. Un eventual default de la Argentina podría contar con cierto aval internacional y, como señaló el economista de la Universidad de Columbia Jeffrey Sachs, “será algo compresible para todos, porque Argentina no va estar sola en este estrés financiero”.