Gro Harlem Brundtland juega en el seleccionado de leyendas del multilaterismo. Se llama The Elders –“los mayores”, más o menos ancianos y venerables, los sabios de la aldea global–, lo fundó Nelson Mandela hace una década, a partir de una idea de Peter Gabriel, y lo integran un puñado de “líderes globales e independientes que trabajan juntos por la paz y los Derechos Humanos”, entre ellos, Jimmy Carter, Kofi Annan y Desmond Tutu. Gro, médica y tres veces primera ministra de Noruega, no es la más famosa del grupo pero tiene un mérito muy considerable en estos tiempos: fue quien instaló en la agenda mundial el concepto de desarrollo sostenible.

En 1987, Gro presentó en las Naciones Unidas, como presidenta de la Comisión Mundial de Medio Ambiente y Desarrollo, el documento titulado “Nuestro futuro común”, luego conocido como Informe Brundtland, que postulaba un par de verdades indisimulables: en modo voraz, el sistema capitalista –aunque Gro se cuidó de ponerlo en estos términos– destruye el planeta, y además multiplica los pobres. Fue la primera señal de alarma, la advertencia del enorme costo ambiental y humano que supone el desarrollo económico global cuando nadie lo vigila.

Desde entonces, la palabrita y sus variaciones –sustentabilidad, sustentable, sostenible– se escucha en todas partes y hoy define casi todo lo que se puede hacer y lo que no debería hacerse, traspasó las fronteras de la ecología y ya se aplica a cualquier emprendimiento ambiental o económico pero también social o político.

El concepto es bastante transparente. Es sustentable lo que mantiene las cosas en un cierto equilibrio. Respecto de los recursos disponibles, la máxima es procurar no explotarlos por encima de su tasa de renovación –si fueran renovables–, satisfaciendo las necesidades de progreso del presente sin afectar las de las generaciones futuras. Sobre este eje se toman decisiones a todos los niveles, que atañen al planeta entero pero también a los países, a los municipios y a las empresas, y aún a los propios individuos, interpelados en su calidad de vida.

Este parece ser el nuevo principio rector de la sociedad moderna. Las variables que buscan reconstruir un mundo sustentable, una existencia sustentable para todos. Y esas otras variables, mucho más opacas, subrepticias, que son el producto de la tensión permanente e insalvable entre las necesidades reales de los ciudadanos y los intereses corporativos planetarios, que suelen ir en direcciones contrapuestas, y que al cabo dictaminan cuántos podrán vivir esas vidas sustentables, y cuántos van a quedar afuera. La sustentabilidad es una meta en sí misma, ecológica y moral, y también es, apenas, una expresión de deseos, no exenta de dobleces e hipocresías. Crecer y contaminar y distribuir las riquezas sin justicia siempre fueron tres caras del mismo prisma, es el precio que la Tierra debía y debe pagar. Los poderosos, los emergentes, las multinacionales del extractivismo, nadie quiere bajarse del tren del bienestar ya adquirido, del desarrollo en ciernes y del lucro incesante, respectivamente. Y entonces, muchas veces los discursos de la sustentabilidad suenan a mero voluntarismo. Son objetivos encomiables y más o menos posibles, pero siempre dentro de un statu quo que no puede alterarse.

El concepto ha ido creciendo, y cuando fue al hueso de la tragedia humana –como la lucha contra la pobreza extrema– sumó algunos éxitos gigantescos. Después de Brundtland vino la Cumbre de la Tierra (Río de Janeiro, 1992), donde se explicitó que en el centro de la idea de desarrollo sostenible están los seres humanos, su “derecho a una vida saludable y productiva en armonía con la naturaleza”, y que debe pensarse la protección del medio ambiente como parte del desarrollo económico. Junto con la Declaración de Río se firmo la Agenda 21, una suerte de biblia de la sustentabilidad, donde está todo: el impulso a la cooperación internacional para acelerar el desarrollo sostenible en los países en desarrollo, la lucha contra la pobreza, la conservación y gestión sostenible de los bosques, del agua y la atmósfera y de todos los recursos naturales, la gestión ecológicamente racional de los productos y desechos tóxicos, el fomento a la educación y el acceso a la salud, y el fortalecimiento de grupos humanos –mujeres, niños, jóvenes, poblaciones indígenas, trabajadores– en pos de un mundo más igualitario.

En 2000, los 189 países miembros de la ONU fijaron los ocho Objetivos de Desarrollo del Milenio, con una agenda de inclusión social, no estrictamente ambiental, y el foco puesto en la erradicación de la pobreza extrema y el hambre. El balance dice que entre 1990 y 2015, la tasa de personas que viven en situación de pobreza extrema en los países en desarrollo bajó del 47 al 14 por ciento. Unos 57 millones de niños en edad de recibir educación primaria no asisten a la escuela, pero eran 100 millones hace 15 años. Seis millones de niños mueren antes de los cinco años, pero en 1990 morían 12,7 millones. Durante el último cuarto de siglo, la mortalidad materna disminuyó un 45% en todo el mundo.

NO ALCANZA

En el Resumen Ejecutivo de los ODM publicado por la ONU en 2015, el chino Wu Hongbo, secretario general adjunto de Asuntos Económicos y Sociales del organismo, escribe que los Objetivos demostraron que la acción multilateral “funciona y es el único camino para asegurar que la nueva agenda de desarrollo no excluya a nadie”, pero concluye que “a pesar de los grandes éxitos obtenidos, las personas más pobres y vulnerables siguen sufriendo el desamparo”. Y enumera: persiste la enorme brecha entre los hogares ricos y los pobres, persiste la desigualdad de género, el cambio climático y la degradación ambiental socavan el progreso logrado y las personas pobres son quienes más los sufren, y son millones –815 millones según el último informe de la FAO– los que todavía viven con hambre.

En septiembre de 2015, la ONU volvió a poner el concepto de sustentabilidad en primer plano. Los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible, que son 17 y, a diferencia de sus predecesores, responden a una vasta agenda debatida no sólo entre las naciones sino a partir de una participación sin precedente de la sociedad civil a través de miles de organizaciones no gubernamentales, fijaron metas para los próximos 15 años, “en todos los países, para todas las personas”. Son, en muchos aspectos, más ambiciosos. Donde antes decían “reducir” –la pobreza, por ejemplo–, ahora dicen “poner fin”. En otros reinciden en expresiones del tipo “adoptar medidas urgentes para”, que la codicia de los poderosos del mundo esteriliza de un manotazo.

En el medio, la palabrita se viralizó. De la ecología había saltado a las políticas de inclusión social y de ahí se extendió al lenguaje de las corporaciones, que la han hecho suya, quitándole buena parte de sus fundamentos éticos. Éstos subsisten en ciertos modos concretamente altruistas de lo que se llama responsabilidad social empresaria (RSE), pero no en todos, y hasta los cultores del marketing abusan del concepto sin sonrojarse. Hoy, lo que se define como una política, un proyecto o emprendimiento –o peor, un negocio– sustentable no necesariamente persigue un bien común ni es respetuoso del medio ambiente. A la hora de tomar decisiones, todo el mundo –funcionarios, empresarios, militantes sociales, activistas ambientales y modestos cuentapropistas– echa mano a la estratégica palabrita que parece regirlo todo, pero aún no queda claro de qué hablamos cuando hablamos de sustentabilidad. 