Lula estaba condenado de antemano. Lo sabía desde que fue llamado a declarar por primera vez ante el juez Sergio Moro por el caso del triplex que le atribuye en Guarujá. Lo sabía desde que Dilma Rousseff fue destituida por una cohorte de diputados y senadores que invocaron a Dios y la Biblia más que a razones jurídicas o criminales.

Más aun, lo supo desde que se difundió la grabación ilegal de una conversación con la todavía presidenta que terminó por impedir que asumiera como jefe de Gabinete, en marzo de 2016. La historia hubiese sido otra, ya que su liderazgo habría sido un muro de contención para el golpe del que este viernes, como perversa celebración, se cumplían dos años.

Tampoco puede decirse que no hubiera sospechado que su proyecto político –por el que luchó desde que se postuló para delegado gremial en la industria metalúrgica paulista hace exactamente 50 años– estaba jaqueado cuando el analista Edward Snowden reveló, en 2013, que la agencia estadounidense NSA había interceptado los mails de Dilma y vigilabaa la estatal Petrobras.

El periodista brasileño Mauro Lopes recordaba que el 24 de agosto de 1954 se suicidó Getulio Vargas, arquitecto del Brasil moderno. «La campaña subterránea de los grupos internacionales se alió con grupos nacionales revolucionarios contra el régimen de garantía del trabajo. La ley de trabajos extraordinarios fue interrumpida en el Congreso. Contra la Justicia de la revisión del salario mínimo se desencadenaron los odios. Quise crear la libertad nacional en la potencialización de nuestras riquezas a través de Petrobras, mal comienza esta a funcionar cuando la onda de agitación crece. La Electrobras fue obstaculizada hasta el desespero. No quieren que el pueblo sea independiente», escribió Vargas en una carta de despedida que conmueve por lo actual.

Lula no se rindió, da pelea desde su celda, sin condena firme y con la certeza de que no hay pruebas en su contra más que la «convicción» del fiscal Deltan Dallganol, que como creyente no necesita más evidencia que actos de fe como los de quienes desplazaron a Dilma sin que hubiera cometido ningún delito.

Las pruebas judiciales son un resabio de la Revolución Francesa que intentan enterrar jueces de toda la América de hoy. Lo atestiguan presos  que se pudren en Guantánamo sin juicio ni condena hasta millones que corren suerte similar en cada cárcel del continente.

Lula es mal ejemplo. Un pobre de escasa instrucción que llega a presidente de una potencia en crecimiento y se planta de igual a igual frente a los dueños del mundo debe ser castigado. No tanto por él, que ya tiene 72 años, sino por cualquier otro que aliente un sueño semejante.

Eso también lo sabe el tornero mecánico pernambucano. Y lo volvió a repetir con esa voz ronca que le dejó el cáncer de laringe, en un video de campaña que los jueces no quieren autorizar.

«Los poderosos pueden matar una, dos o tres rosas, pero nunca conseguirán detener la llegada de la primavera», parafrasea Lula. «