La última obra que se presentó en el Teatro San Martín fue El pimiento Verdi, en septiembre de 2015. Se trató de un musical español que proponía un cruce imaginario entre Giuseppe Verdi y Richard Wagner, para contrastar dos concepciones musicales e ideológicas opuestas. Se cumplirá un año desde el último espectáculo que se hizo en el teatro más importante de la Argentina y que alguna vez fue el más destacado de Latinoamérica.

El San Martín recibió a la inolvidable compañía de Tadeusz Kantor y a la alemana Pina Bausch, conoció la expresividad de Marcel Marceau y la teatralidad de las españolas María Casares y Margarita Xirgu, además de las obras emblemáticas de los elencos nacionales como la versión de Galileo Galilei, con Walter Santa Ana, el Tartufo de Lautaro Murúa, las puestas de Alberto Ure o las actuaciones de Alfredo Alcón, María Rosa Gallo y Marilú Marini, por nombrar a algunos momentos históricos, en una arbitraria selección. Ya no hay nada para ver en esta sala emblemática, diseñada para ser el teatro más moderno de Sudamérica, y todo seguirá así hasta marzo de 2017, cuando comience –según anunciaron desde el Gobierno porteño– la nueva temporada artística.

Desde el día que se inauguró, el 25 de mayo de 1960, nunca antes en su historia el Teatro San Martín había estado cerrado tanto tiempo. En total, será un año y medio sin programación en sus salas ya que la empresa que realiza las obras que buscan recuperar un edificio histórico exigió que esté cerrado al público y a sus trabajadores. Pero antes de llegar al cierre definitivo, el teatro atravesó desde 2013 una disminución en su producción, debido a que el estado de destrucción del edificio era crítico. Se rompían caños en medio de las funciones, había baños que hacía 25 años que estaban clausurados y zonas que se inundaban, entre otros problemas estructurales graves.

Los problemas edilicios y una programación artística cada vez más limitada, con retrasos y menos presupuestos, no son los únicos problemas del teatro. De las 840 personas que trabajan en el Complejo Teatral de Buenos Aires, 265 son empleados contratados, es decir, monotributistas que todos los años deben renovar su contrato. Se trata de un personal que, en algunos casos, suele superar los diez años de antigüedad y, sin embargo, no cobran aguinaldo y no tienen cobertura médica, entre otros derechos laborales que implica la relación de dependencia. ¿Cómo se llegó a esto? ¿Qué se puede esperar para el futuro del San Martín? Tiempo Argentino se reunió con los referentes del teatro para entender qué pasó y cuál será el destino de un espacio de 30 mil metros cuadrados, que fue emblema de grandes momentos artísticos de la historia argentina.

Edificio en ruinas

“Hace 30 años que estoy en el Teatro San Martín y nunca estuvo tanto tiempo cerrado. La realidad es que el edificio se vino cada vez más abajo y nosotros empezamos a notar una desidia por parte de los gobernantes, en no darle presupuesto al teatro para el mantenimiento. Estuvieron degradándose las cosas y en algún momento iba a tener que tomarse la determinación de cerrarlo, porque la situación del teatro era lamentable. Tampoco se invirtió mucho en las salas. Sólo se renovó el Teatro de la Ribera, gracias a un mecenazgo que logró la Fundación Amigos del Teatro San Martín. Mucho del mantenimiento de los últimos años en el teatro se logró gracias a los empleados que trabajan sin materiales, ponen plata del propio bolsillo y hasta traen sus herramientas para trabajar”, dijo Carlos Guarinacci, delegado gremial de los empleados del Complejo y jefe escenotécnico.

En 2013, con Mauricio Macri como jefe de Gobierno, la Ciudad anunció un megaplan de obra de infraestructura para el San Martín con un costo de inversión de 72 millones de pesos y se prometió que las obras terminarían a fines de 2015. Para esa fecha, sólo se había avanzado en un 25% de los trabajos. De hecho, en marzo de 2015 se reabrió la sala Leopoldo Lugones, que estaba cerrada desde noviembre de 2013. El día del acto oficial de la reapertura, las proyecciones de las 19:30 y de las 22 no se pudieron concretar porque los ascensores no funcionaron. Explicó Guarinacci: “Cuando Hernán Lombardi era el ministro de Cultura porteño los trabajadores aceptamos trabajar mientras se hacía la obra, porque tenemos 265 empleados que son contratados y había un miedo real a perder esas fuentes de trabajo. Estuvimos un año así, con una obra que no avanzaba. Lo único que se hizo fueron los baños del cuerpo A”.

Rubén Szuchmacher, uno de directores de teatro más reconocidos de la Argentina, docente de mucha trayectoria y que además se desempeñó como asesor artístico de la dirección general del Complejo Teatral de Buenos Aires entre 1996 y 2002, plantea su visión: “La obra era y es una necesidad imperiosa para poder preservar el edificio que ya debe considerarse patrimonial por lo realizado por el arquitecto Mario Roberto Álvarez. Hay muchos ejemplos en el mundo de teatros que deben cerrarse para poder repararlos sin que signifique su cierre. Lo absurdo de lo realizado en la dirección de Alberto Ligaluppi (director hasta el año pasado del Complejo Teatral de Buenos Aires), una de las peores que tuvo el Complejo, durante la gestión sobrevalorada injustamente de Hernán Lombardi, fue haber paralizado la actividad que se suponía que ese Complejo debía llevar adelante. El Complejo, independientemente de su cierre, hubiera podido seguir presentando sus puestas en escena, con todos los puestos de trabajo que eso implica, en otros teatros de la Ciudad. Llevar adelante la actividad sin tener abierto el teatro. No se utilizó el presupuesto destinado a espectáculos del edificio de la calle Corrientes y eso provocó que al año siguiente no hubiera dinero para producir. Tanto Ligaluppi como su jefe Lombardi vaciaron al Complejo de sus recursos y sobre todo de su misión, eso es lo más grave”.

En el Complejo Teatral de Buenos Aires hay un 30% menos de personal que el que había en 1992. Según Guarinacci, se necesitan 160 personas más para que se trabaje plenamente, con tres turnos, en un complejo cultural de esas dimensiones. “El problema en el Estado en general respecto del personal con contrataciones informales parece no tener solución política. Nadie quiere tomar el toro por las astas y resolver el tema de una buena vez. La cantidad de personal es relativa. Hay secciones, como vestuario, que no tienen la gente suficiente para poder llevar adelante todas las producciones y seguramente debe haber otras secciones que deben tener más empleados que los necesarios para el funcionamiento de un teatro. No se trata de echar a nadie de su trabajo, sino de reubicarlos según las necesidades de los organismos y, sobre todo, de las capacidades de los trabajadores”, sostuvo Szuchmacher.

Eva Soldati, presidenta de la Fundación Amigos del Teatro San Martín, también plantea su asombro acerca del estado del San Martín: “Siempre me llamaba la atención por qué estaba tan destruido un edificio que no tiene más de 50 años. No me cabe la menor duda de que fue una decisión difícil cerrarlo, pero no se podía no hacerlo. El deterioro era enorme. El Teatro San Martín es un edificio de vanguardia que se ha quedado en el tiempo. Había que cerrarlo para no seguir estando cuatro o cinco años más arreglando cosas de manera parcial. Todo el espíritu del teatro cambia cuando se trabaja en buenas condiciones”, consideró.

Presupuesto y burocracia

A diferencia del Teatro Colón, que es un ente autárquico con presupuesto propio, las autoridades del Teatro San Martín no manejan las partidas presupuestarias con libertad. “Hay un presupuesto que es muy limitado y desde el Ministerio de Hacienda porteño se entregan partidas de dinero que sólo habilitan al director a disponer de 150 mil pesos por mes, que es la nada misma. El resto debe pasar por una serie de sectores, que generan toda una burocracia. De esta manera, el dinamismo que tiene el teatro se pierde. Si hay que hacer un trabajo de urgencia, no hay personal necesario, no se pagan horas extra y se crean grandes conflictos internos. Hace 30 años, uno entraba al teatro y se encontraba con que en su sector había stock de mercadería para trabajar. Todo eso se fue limitando con el paso de los años y ahora llegamos a este sistema, que es el peor que yo conocí en mi carrera. Cuando se rompía algo, se tomaba del presupuesto para repararlo. Pero desde hace unos años, entra en esta burocracia, se empieza a hablar de prioridades y las cosas se van atrasando”, explicó Guarinacci.

Los días memorables del Teatro San Martín quedaron en el pasado. Rubén Szuchmacher se anima a ubicarlo en el tiempo: “La última etapa productiva y creativa del Teatro San Martín fue, sin duda, la que tuvo a Kive Staiff como director general. No dejó de ser muy contradictorio el hecho de que una gran parte de ese tiempo fue durante la dictadura militar; por un lado, las libertades habían sido prohibidas y, por el otro, se hacían espectáculos, como La casa de Bernarda Alba, dirigida por Alejandra Boero, con María Rosa Gallo, ambas prohibidas en la televisión de la época. Era muy fuerte escuchar el grito de Bernarda al final de la obra: ‘¡A callar!’ También hay que recordar la presencia de Pina Bausch en el año ’80, una bocanada de libertad creativa, mucho antes de que esa excelsa artista fuera conocida en otras latitudes. La enorme actividad de esa sala, con su elenco estable y sus giras por Latinoamérica y por la ex Unión Soviética, además de la vuelta del Grupo de Danza Contemporáneo, que había sido creado en la época de Cesar Magrini, en 1968, dirigido por Oscar Araiz y que volvía a ser un referente de la danza moderna y contemporánea dirigido por Ana Itelman. No sólo ese teatro fue importante por su programación extranjera, sino por todo lo que se producía de manera local”.

Miles de espectadores vivieron momentos inolvidables en la salas del Teatro San Martín. El edificio sufrió las consecuencias de la desidia de los gobernantes, pero todavía sobrevive por el apoyo del público, los trabajadores y los artistas, que no permiten que sólo sea un recuerdo del pasado. «