En la tierra donde el cuento fantástico en español vivió su era dorada en manos de Jorge Luis Borges, de Julio Cortázar o de Adolfo Bioy Casares, entre otros escritores insoslayables, a veces cuesta aceptar el concepto de realismo aplicado a la narrativa breve sin mirarlo de reojo, como con desconfianza. Porque el realismo es cosa de los norteamericanos, nos mentimos (y fingimos creernos), y enumeramos a Carver, a Cheever, a Fitzgerald, a Wolfe, a Salinger, olvidando deliberadamente a Poe, a Bradbury, a Lovecraft o a Matheson. Y al mismo tiempo nos atamos a la fantasía de que en la Argentina las palabras cuento y fantástico son inseparables. La publicación del libro de cuentos Familias de cereal, notable debut literario de Tomás Sánchez Bellocchio, sirve como muestra cabal de esa mínima dificultad que plantea el apego demasiado estricto a ciertos conceptos.

Si bien es cierto que las 12 narraciones que integran el libro dan cuenta de situaciones que bien pueden ser enmarcadas dentro de lo que por lo general es definido como realismo –es decir, que abordan los hechos que eligen narrar ateniéndose de manera más o menos estricta a las leyes de la realidad–, también lo es que todos ellos transcurren en atmósferas extrañas, enrarecidas. Y aunque Sánchez Bellocchio nunca se permite transgredir esa frontera que lo colocaría de lleno dentro del territorio de lo fantástico, tampoco puede evitar (ni parece haberlo intentado) que una constante sensación de irrealidad se arrastre por todo el libro, de principio a fin, aprovechando las excusas que le proveen las inevitables grietas de lo real. Pero entonces, ¿son o no son realistas los cuentos incluidos en Familias de cereal?

La literatura de Sánchez Bellocchio se caracteriza por el lugar en que sus narradores se ubican ante la realidad. Tanto en aquellos que se desarrollan en primera persona como en los que son abordados desde la tercera, hay cierto carácter oblicuo que determina la forma en que los hechos son narrados. Como si no fuera posible entrar en contacto con la realidad si no es a través de un vidrio sucio y endeble que distorsiona la forma en que los hechos y las imágenes son percibidos. De modo que en sus cuentos la mirada se convierte en un filtro que en lugar de purificar, acaba por contaminar cada uno de los relatos que, sin llegar a extremos de volverse fantásticos, sin embargo no pueden sino acabar por resultar extraños.

La facilidad con que el autor es capaz de acumular relatos encadenados dentro del limitado espacio del cuento breve, conspira para generar la sensación de estar frente al registro de una serie de estados alterados. En el cuento que le da título al libro, el protagonista cuenta la pasión que durante su infancia sintió por la publicidad. Mientras el resto de los chicos gustaban del fútbol o las películas, él disfrutaba de la publicidad. Así cuenta cómo junto con dos vecinitos empezó a filmar publicidades para los negocios del barrio. Sin embargo, lo que comienza siendo un típico relato de crecimiento, eso que en cine suele llamarse coming of age, de golpe se trastorna cuando el protagonista filma por casualidad una de las discusiones que sus padres tienen cada vez con más frecuencia. En lugar de fingir que nada pasa, es decir, lo que haría en la realidad cualquier par de padres, en el cuento comienzan a actuar situaciones inverosímiles para la cámara, como si cada vez fueran parte de una película distinta. Una actitud que si bien es improbable, no deja de formar parte de una realidad posible. En esa capacidad reiterada para encontrarles a sus cuentos siempre una opción inesperada dentro del menú de la realidad, reside la habilidad de Sánchez Bellocchio. «

El oficio de escribir para afuera

El asunto de Tomás Sánches Bellocchio y la publicación de su primer libro revela un universo pequeño pero rico, que vale la pena recorrer muy brevemente: el de los escritores argentinos que durante el siglo XXI han publicado sus libros primeros en editoriales extranjeras, trazando un recorrido en espejo del habitual.

Caso testigo es el de Andrés Neuman. Argentino pero emigrado a España a partir del exilio de sus padres, Neuman publicó sus primeros libros en aquel país, para luego llegar a la Argentina, consagración mediante, como finalista del Premio Herralde por su novela Bariloche (1999) y de obtener el premio Alfaguara por El viajero del siglo, diez años después.

Otro premio, el Narrativa Breve Ribera del Duero, es el que le permitió a Samanta Schweblin publicar Siete casas vacías primero en España, aunque para ese momento ya había sido ungida como una de las grandes autoras de su generación.

También Juan Pablo Ringelheim, a través de su seudónimo J.P. Zooey, publicó primero en España su segundo libro, Los electrocutados. Más familiar es lo ocurrido con el prolífico Ariel Bermani, quien en 2010 editó su novela El amor es la más barata de las religiones a través de la editorial Hum de Uruguay.