Desde varios puntos de vista Sinfonía para Ana es una película subversiva: apuesta por un tema poco transitado y para algunos incómodo, lo hace desde una perspectiva bastante cuestionada en la actualidad y toma decisiones estéticas no bendecidas por el canon predominante de los curadores de festivales y jurados de premios.

Su nombre se lo debe al libro original en el que se basa, el de Gaby Meik, de 2004, psicóloga que contó en esa novela histórica su adolescencia en el Nacional Buenos Aires hasta que su familia decidió exiliarse en Barcelona unos días después del golpe de 1976. Gaby en la película y en el libro es Isa, la más amiga de Ana, que es quien relata la historia.

«A Niqui en 2012 la profesora de Literatura le dio para leer Sinfonía para Ana», rememora tal vez por enésima vez Ernesto Ardito, codirector de la película con su mujer Virna Molina. Niqui es la menor de las dos hijas de la pareja, y ambas fueron al Nacional Buenos Aires. Tenía 15 años al momento de leer la novela, la misma edad que Ana al ser secuestrada y desaparecida por la dictadura, lo que la convirtió en la desaparecida más joven del colegio. «Se encerraba en su habitación y lloraba: lloraba leyendo el libro», también rememora Ardito sobre su hija. «Ahí de curiosidad empezamos a leerlo: yo lo había visto en las librerías pero no me había llamado la atención. Terminamos todos hechos mierda», recuerda. El todos incluye a Molina, con quien lo leyeron en paralelo.

«Siempre nos interesó mucho el tema de los años ’70 –dice Molina–. Es una etapa que coincide con nuestra primera infancia, por un lado, y por otro es un momento histórico en que se dieron situaciones muy especiales en términos de lo que eran los procesos colectivos: grupos muy grandes pensando objetivos comunes, y eso hacía que las relaciones personales fuera muy intensas y a la vez muy complejas.”

La historia de Ana en la película va desde su entrada al Nacional a los 13 años en 1974 hasta su desaparición a los 15 en 1976. Y lo que se ve es una chica viviendo ese momento: no a una adulta recordando. La película consigue reproducir ese gran acierto del libro. Un logro que hace a su contundencia: un triunfo de los realizadores, que desde que se hicieron con el material tomaron la decisión de respetar esa narración. No tienen precisión de cuándo la tomaron, pero sí qué estaban haciendo El futuro es nuestro, un documental –género del que provienen– junto al Canal Encuentro, algo que «nos permitió el acceso al material de la familia de Claudio Slemenson (fundador de la UES, desaparecido en Tucumán en 1975 durante el Operativo Independencia), porque el papá había filmado toda su vida en Súper 8 –cuenta Ardito–. Eso fue como un túnel del tiempo: por meses nos metimos en la familia Slemenson, todo lo que era el cotidiano de la época, las relaciones entre padres e hijos a nivel gestual; toda la parte del arte de la película la absorbimos de ahí.”

Para llevar a la pantalla todas esas sensaciones lo primero fue el casting: «Nos juntamos con las Madres del Buenos Aires –explica Ardito–, que son madres de chicos de desaparecidos del colegio y siempre nos decían que cuando iban a dar charlas sentían que los chicos que las escuchaban eran iguales a sus hijos y sus compañeros. Y es verdad: en la gestualidad, en el modo de hablar, el mismo espacio reproducía el código de relaciones de las personas que estaban ahí adentro. Así que decidimos trabajar con chicos de ahí». Ahora, a esos pibes que «cuando se enfrentaron a un teléfono con dial no sabían para qué servía», había que convertirlos en aquellos estudiantes militantes de los ’70. Ahí vino otra decisión estética de envergadura.

«Teníamos que evitar que la reconstrucción de época nos colocara en el espacio de la reconstrucción», dice Molina. «En la mayoría de los casos tendés a alejarte, y nosotros queríamos captar lo que estaban sintiendo esos personajes. Por eso trabajamos la puesta e hicimos como dos registros: un plano de establecimiento y otro más documental.» De ahí una película en la que abundan los planos cerrados que consiguen «entrar en el punto de vista de ese grupo en ese momento».

Lo que siguió fue la bendición general en la función de apertura del Festival de Derechos Humanos, con un público que certificó que era la sinfonía que Ana y sus compañeros merecían. «