“Tu resultado es negativo”, dice el mensaje del celular.

Ya está. Ya terminó tu repatriación a Argentina. No tienes coronavirus. A estas alturas sólo temías ser paciente asintomática porque, 18 días después de volver al país, no habías tenido fiebre, ni tos, ni dolor de garganta. La percepción deolores y sabores está intacta.

Sigues el encierro en tu casa en San Telmo. La diferencia es que ya no tienes dudas sobre tu diagnóstico. Caminas por tu departamento. Lo extrañaste en México. Viajaste allá de emergencia, apenas si llegaste al velorio de tu mamá, pero luego te quedaste varada y los días, las semanas, pasaron mientras el mundo se convertía en un caos de contagios, muertes y cuarentenas.

Tienes suerte. Después de dos meses, la aerolínea te avisa que hay un vuelo extraordinario a Buenos Aires. Te pregunta si quieres volver. Temes contagiarte en el avión, pero igual dices que sí.

Después del viaje más tenso de tu vida, una mañana gris y lluviosa te recibe en Ezeiza. Sabes que el gobierno de la ciudad aísla a los pasajeros en hoteles hasta hacerles el hisopado para detectar o descartar coronavirus.

Un voluntario baja uno a uno a los pasajeros en las puertas del hotel que te tocó en Recoleta. Otro rocía las maletas con desinfectante. Te apuran para que estés el menor tiempo posible en contacto con otras personas.

Ya en la habitación, te asomas al ventanal. Al frente tienes la otra torre del hotel. Pero a los costados puedes ver el cielo. La lluvia cesa y aparece un arcoíris. Sientes que tu Buenos Aires te da la bienvenida.El idilio desaparece cuando zumba un mosquito y recuerdas que aquí también hay que cuidarse del dengue.


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En una mesa te dejan una hoja con instrucciones. No puedes salir de la habitación por ningún motivo. Se permite pedir delivery, pero nunca lo recibes directamente. En el baño encuentras un paquete con jabones, bolsitas de champú, papel higiénico, guantes, pañuelos desechables y cepillo de dientes. Más tarde te dejan un trapeador, balde, lavandina, jabón en gel y bolsas de basura para que limpies todo lo que toques. También te llevan toallas limpias y ropa de cama que tú misma debes cambiar.

El contacto humano está vedado. Hay desayuno, almuerzo, merienda y cena, pero las y los trabajadores se limitan a tocar la puerta y avisar que ya está lista la comida. Apenas si los ves cuando abres la puerta yrecoges la bandeja. Comes carne con arroz, carne con papas, muchas pastas, milanesas. Hay menú vegano, vegetariano o celiaco. No lo necesitas. Algunas noches pides sushi, hamburguesa o ensalada a través de una aplicación.

Alfajores, barritas de cereal, manzanas, naranjas, flanes y gelatinas se acumulan con el paso de los días. Amigos te mandan vinos,empanadas, locro, chocolates y galletas caseras para celebrar tu vuelta. Buenos Aires es generosidad.


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Por las noches sonríes cuando, a las nueve en punto, depende el día, escuchas el himno, o aplausos, o gritos, o cacerolazos. Buenos Aires también es intensidad.

Agradeces los mensajes amables queconocidos y desconocidos te dejan en las redes sociales. Evades alos que se indignan porque una mexicana haya sido repatriada con “sus” impuestos.

Intentas que no te moleste el llanto de los dos bebés de la habitación vecina, ni que el internet se vaya a cada rato. No quieres desperdiciar energías. Piensas en los miles de argentinos y residentes que siguen varados alrededor del mundo, en las villas sin agua, en la gente que vive en la calle. Sabes que, albergada en este hotel, no tienes nada de qué quejarte. Agradeces.

Organizas tus días. De diez de la mañana a seis de la tarde, escribes. Es tu trabajo. Luego limpias la habitación y lavas tazas y ropa en el lavabo del baño. Haces clases de zumba. Te bañas. Ves Bojack Horseman y Narcos. Te reúnes por Zoom. Participas en una fiesta virtual, pero la abandonas pronto. Eso no es una fiesta.


Siete días después te avisan que te harán el hisopado. Qué emoción. Y qué miedo. ¿Dolerá? Vanina, una médica del SAME, llega cubierta con traje y máscaras especiales y te toma la temperatura. Tienes 35.6. Bárbaro. Inclinas la cabeza para que meta profundo el bastoncito de algodón por la nariz. No, no duele.

Ya puedes ir a casa, a esperar allá el resultado, pero sin salir del domicilio. En el hotel te consiguen un taxi. Te reencuentras con una ciudad gris, solitaria, callada, desconocida, en la que hay más vehículos que personas.

No vuelves a verla hasta que, diez días después, un mensaje te confirma que no tienes coronavirus. Te pones el tapabocas y sales. Caminas hasta un banco para sacar dinero. Te detienes en la esquina de Belgrano y la 9 de Julio para mirar el Obelisco y saludar a Evita. Buenos Aires no es la misma. Pero sigue siendo tuya.