Desde que Mauricio Macri asumió el gobierno se desarrolla un debate en torno a las respuestas que ha dado la sociedad, los trabajadores o el pueblo en general, al plan de ajuste implementado por el PRO-Cambiemos.

En los Diálogos sobre la transición argentina que realizamos en La Izquierda Diario, José Natanson afirmó que la famosa idiosincrasia de un país contencioso y en movilización permanente no se había manifestado aún en estos primeros meses. Hay lecturas más extremas sobre la supuesta no reacción de la sociedad que se asientan sobre un equívoco: la llegada del macrismo habría producido un vertiginoso descenso desde una especie de paraíso terrenal hacia un infierno dantesco.

Pero, como dirían los sociólogos, la empecinada realidad “es más compleja”. Durante los últimos años de la administración kirchnerista, estaba en curso un ajuste que se expresaba en importantes niveles de inflación y recesión industrial. La devaluación y consecuente pérdida del poder adquisitivo en el año 2014 (además una considerable cifra de despidos) fueron la expresión máxima de esa dinámica.

Cambiemos profundizó el rumbo con un salto en calidad y un programa de shock que es todo lo gradual que habilita la relación de fuerzas. Una orientación que también estaba presente en el programa del candidato del Frente para la Victoria y que sinceraban sus asesores económicos como Miguel Bein.

Pero aun teniendo en cuenta esta relación más realista entre cambio y continuidad, durante los primeros meses hubo múltiples y elocuentes expresiones de resistencia.

Ante la temprana avanzada contra los empleados públicos, el paro y las movilizaciones convocados por ATE el 24 de febrero, aglutinaron a miles de estatales a nivel nacional y cerca de 25 mil en la ciudad de Buenos Aires.

En la tradicional marcha del 24 de Marzo, otros cientos de miles en todo el país patearon el tablero del “consenso obamista” (el presidente de los EE UU terminaba su pomposa visita) y no sólo demandaron el juicio y castigo, también expresaron un amplio (mal) humor contra el gobierno.

El 29 de abril, casi la totalidad de las centrales sindicales se vieron obligadas a convocar a una controlada concentración, realizada en un lugar que demostró el “medio camino” de las direcciones burocráticas: no fue ni en el Congreso, ni en la Plaza de Mayo, sino en el Monumento al Trabajo. Pese a estos límites, no dejó de mostrar una postal contundente de rechazo al ajuste.

Pocos días después, el 12 de mayo, unos 40 mil estudiantes y docentes universitarios salieron a la calle en Buenos Aires (y otros tantos en varias provincias). Las demandas eran por los salarios y el presupuesto, pero también actuaron como caja de resonancia del malestar generalizado.

Durante los meses de julio y agosto se produjeron dos cacerolazos o ruidazos que no tuvieron puntos de concentración masiva pero fueron ampliamente extendidos, incluso en localidades o barrios donde el PRO había ganado ampliamente las elecciones.
Más recientemente, tuvo lugar otra destacada marcha de trabajadores informales impulsada por movimientos sociales ligados al peronismo y a la Iglesia (CTEP, Evita), y una jornada de lucha del sindicalismo combativo y la izquierda.

En los ocho meses de administración de Cambiemos, hubo prácticamente una manifestación masiva por mes, en un contexto de conflictividad creciente.
Según registra el Informe de coyuntura II Trimestre de 2016 elaborado por el Observatorio del Derecho Social de la CTA Autónoma, la conflictividad en el sector privado aumentó un 22% en comparación al segundo trimestre del año anterior, en el sector público la cantidad fue menor pero con mayor volumen de participantes cada uno. El informe ejemplifica con procesos como los producidos en Tierra del Fuego, Santa Cruz o el llamado “Comodorazo” que tuvo como eje a los petroleros de Chubut.

En este marco, las direcciones sindicales administraron el malestar, para orientarlo hacia su reclamo corporativo de fondos para las obras sociales, como moneda de cambio para la paz social. Y alimentan el lógico temor a los despidos o ataques para imponer la quietud del grueso de los trabajadores, vía la coacción y el miedo.
En el terreno político, el peronismo moderado del Frente Renovador o los espacios que conducen Diego Bossio o Miguel Ángel Pichetto, fueron colaboracionistas fanáticos que garantizaron leyes a la medida de Cambiemos (desde el pago a los buitres, la aprobación de los jueces de la Corte o el aval a los pliegos de los jefes de la ex SIDE).
El kirchnerismo, bajo la conducción de Cristina Fernández y sus varios regresos, no está exento de este esquema, aunque participa con otra narrativa. La orientación estratégica que va del Frente Ciudadano a la “nueva mayoría” apuesta a la unidad con todos los que hoy son pilares de la estabilidad de Macri. Esto lo explicitó la ex presidenta en la última entrevista televisiva cuando fue consultada sobre una eventual alianza con Sergio Massa y respondió que sus límites son el mapa, los corruptos y los genocidas.
El sindicalismo combativo y el Frente de Izquierda no forman parte de este gran dispositivo de contención que opera eficientemente a favor de un gobierno que se sostiene más en el apoyo ajeno que en la fuerza propia.

Para una administración que asumió con la mitad del electorado en contra, minoritaria en el Congreso y que fue perdiendo apoyo social con el pasar de los meses, el aporte de los dadores voluntarios de gobernabilidad es invalorable.
El problema no reside en la falta de disposición o voluntad de resistencia en la sociedad, sino en la capacidad de integración del grueso de quienes se erigen como sus representantes sindicales y políticos.