Un motivo de peso detrás de la «invención» de las ciencias sociales –o estudios sociales, como prefieren decir quienes encuentran problemática la palabra «ciencia»– a lo largo de los siglos XIX y XX fue, precisamente, estudiar las relaciones de la sociedad con las principales instituciones políticas, económicas y culturales que la organizan. Observar nuestros ánimos, digamos. La vida en sociedad está basada, fundamentalmente –aunque no únicamente– en el consentimiento. Los ciudadanos tenemos que aceptar la autoridad de quienes mandan, la propiedad de los propietarios, el conocimiento de los que educan, los valores que guían a nuestras leyes, la cachiporra de los policías y todo un largo etcétera de orden y disciplina. La sociedad democrática necesita disensos, claro, porque no todos somos iguales ni pensamos igual. La sociedad no es una tribu: está formada por individuos libres. Pero aun quienes disienten y se frustran con la realidad de las cosas tienen que aceptar los mecanismos básicos que la hacen funcionar. Sin ir más lejos, quienes pensaban y siguen pensando a la sociedad en estos términos «conservadores» están convencidos de que quienes disienten demasiado terminan, necesariamente, afuera de la sociedad. De esta sociedad del consentimiento. Son los delincuentes, los locos, los linyeras, los extremistas políticos. Para ellos, la sociedad tiene una respuesta: la cárcel y los manicomios.

Obviamente, para quienes tienen una perspectiva más crítica de la sociedad y sus instituciones, esta misión fundacional de las ciencias sociales no alcanza. Más allá de estudiar cómo los miembros de la sociedad aceptan a las instituciones y viceversa, la perspectiva crítica consistiría también en comprender los problemas que crean estos órdenes institucionales, descubrirlos o desenmascararlos, y promover soluciones superadoras. Esa última parte, por supuesto, es muy difícil. Porque, después de todo, los individuos libres de la sociedad tendríamos que aceptar mayoritariamente las nuevas ideas. Al final del día, clásicos y críticos terminan coincidiendo: la clave es el consentimiento y la aceptación.

Por esa razón, es un dato importante, o alarmante, que las expectativas de la sociedad argentina en materia económica hayan caído tanto. Eso muestran las encuestas: una gran mayoría dice que hoy está peor que hace unos años, y ahora se agrega que esa misma mayoría cree que 2018 será peor que 2017. Sólo uno de cada diez argentinos cree que este año terminará siendo mejor que el anterior, que no fue bueno. Una de las virtudes de la comunicación presidencial de los dos primeros años de Macri había sido el manejo de las expectativas: estamos mal pero vamos bien. Un segmento importante de la opinión pública creía que el nuevo presidente empresarial iba a mejorar pronto la realidad del bolsillo.

El gobierno de Cambiemos asumió en un momento económico complicado. Por razones argentinas y del contexto internacional. Más allá de todos los señalamientos y las culpabilizaciones, que rinden mucho en toda política electoral, lo cierto es que la región latinoamericana está creciendo poco desde hace años. Somos una región sensible al contexto geoeconómico, porque dependemos del comercio internacional (incluyendo sus precios) y de la valuación de monedas y activos financieros que no controlamos. Es muy fácil enojarse con eso, o denunciarlo, pero cambiarlo es otra cosa. Sin embargo, la Argentina votó por una coalición llamada Cambiemos. En segunda vuelta y con resultado ajustado, sí, pero fueron muchos votos dirigidos a la propuesta inédita. A un político «nuevo» (aunque venía de gobernar ocho años uno de los distritos principales del país, y de una carrera que comenzó al menos en 2001) que no venía ni del peronismo ni del radicalismo. Nunca había pasado. Un partido liberal-conservador, con asiento en los grandes distritos y un discurso enfrentado a la «vieja política» llegaba, como parte de una alianza que en realidad dominaba, a la presidencia.

Entre otras características de la nueva fuerza y el nuevo gobierno, hubo una que rápidamente se instaló. El gobierno de Cambiemos era el de los empresarios, de los ricos, del establishment. Luis Majul, en un libro clásico de los años noventa, escribía que la familia Macri formaba parte de los «dueños de la Argentina». ¿Esta imagen es cierta? No, porque es imposible que lo sea. Sí, Mauricio Macri viene del mundo empresario –de un determinado sector de ese mundo, para ser más específicos– y tiene una visión de mundo propia de esa experiencia. Pero ni Mauricio Macri ni los empresarios o ejecutivos que se sumaron a su Gabinete representan a la totalidad de los empresarios y los ricos de la Argentina. Tampoco es cierto, de paso, que los empresarios y los ricos de la Argentina actúen en forma coordinada o colectiva, ni que sean todos iguales, y menos aún que estén dispuestos a «inmolarse» por un gobierno en particular. En general, los empresarios actúan en función del interés de sus propios negocios. Tampoco es cierto, aclaremos también, que un gobierno pueda ser el gobierno «de los trabajadores», aunque proclame serlo o tenga muchos votos en barrios donde viven trabajadores. Tampoco es cierto que haya gobiernos de la «clase media». Ni que la Argentina, como decía Majul, tenga dueños. Que un determinado sector o clase social se convierta en un gobierno es como los Reyes Magos: ya no estamos en 1848 y tuvimos la oportunidad de aprender que la realidad es más compleja que eso.

Pero por más que tratemos de explicar la complejidad de las cosas, los hechos muestran que para la mayoría de los argentinos sí estamos ante «el gobierno de los empresarios». O de los CEO, como se decía en un ya distante 2016. Eso es lo que muestran las encuestas. La imagen se instaló. Y no fue una instalación inocente, ya que Macri nombró a empresarios connotados en puestos clave del Gabinete (en lugar de conversar con ellos a puerta cerrada, como se hizo siempre), y la comunicación de Cambiemos jugó intensamente con la idea de una fuerza nueva que traía gente nueva al mundo de lo público. La del «gobierno de los empresarios» fue una imagen que construyeron, juntos, tanto la oposición como el oficialismo. La de los empresarios que dejaban sus cómodos lugares privados para embarrarse en la responsabilidad. Y las organizaciones gremiales de los empresarios, que en Argentina son pequeñas y poco influyentes –a diferencia de lo que ocurre en Brasil o Chile– no tomaron debida nota de ello. En este punto, las expectativas y el consentimiento se encuentran con algo sensible. Porque si el gobierno no logra dominar la economía ni las expectativas, se cierne el riesgo de culpabilización de todo un sector de la sociedad. ¿Habrá sido buena idea permitir que esa imagen, la del «gobierno de los empresarios», se instale en la opinión pública? Tal vez no. «