Robert Cox ingresa a la sala de audiencias del Juicio a las Juntas, se sienta, dice su nombre. Desde el estrado, León Arslanian le pregunta por los generales de la dictadura. Cox empieza a declarar, se detiene, titubea. Está como aturdido, no puede pronunciar palabra. Los jueces se compadecen del ex director del Buenos Aires Herald, deciden aplazar su declaración. La escena abre El mensajero, el documental del australiano Jayson McNamara que repasa la vida de un personaje crucial del periodismo durante la última dictadura cívico militar, y que este jueves tendrá su estreno comercial en el cine Gaumont.

Tres décadas más tarde, en su departamento de la Avenida Alvear, delante de una taza de café muy cargado que él mismo preparó, Cox procura desentrañar qué le pasó en ese momento. “Cuando me llamaron para declarar, yo ya había vuelto a trabajar como periodista en Carolina. Al llegar fui inmediatamente a ver a Moreno Ocampo. Los fiscales no sabían que yo había tenido contacto con Videla, con Massera, con todos esos monstruos, y le expliqué todo a él durante casi dos horas. Al día siguiente entré al tribunal, a esa sala impresionante, sin saber cómo era el sistema. ¿Tengo que explicar todo esto otra vez? Traté de hacerlo como periodista, relatar exactamente cómo había empezado a saber, desde el principio, desde el día en que recibimos en el diario un llamado para corregir un aviso fúnebre, de parte de una pareja inglesa que nos contó que a su yerno, jefe de un laboratorio en Zárate, lo habían secuestrado, torturado, asesinado… Fuimos al lugar, averiguamos, todo era muy evidente ya, los secuestros, los Falcon verdes, pero para mí aquella fue la confirmación de primera mano de lo que estaba sucediendo en la Argentina. Pero era una historia difícil de explicar allí, en español, sin la ayuda de un traductor, y los jueces me hacían preguntas. Pensé: qué hago acá, declarando contra estos hombres, militares hasta hacía muy poco tan poderosos. Mi mente volaba. Y no pude seguir. Me hice pis encima. Fue un quebranto total. Afortunadamente era muy tarde, viernes a la noche, los jueces estaban cansados. Y acordaron postergar mi declaración. Creo que mi reacción de ese día da cuenta del clima que se había vivido esos años en la Argentina”.

–Sus primeros editoriales tras el golpe son condescendientes. Hay uno titulado So far so good (“Hasta acá, todo bien”), equivalente al “Total normalidad”, de Clarín. ¿En qué momento comprendió lo que estaba pasando?

–Muy pronto. Primero fue el caso terrible de ese hombre en Zárate. Pero la masacre de los Palotinos fue para mí la confirmación final de lo que estaba pasando acá. Me llamó una madrugada un lector irlandés: “Los han matado a los sacerdotes en San Patricio”. En la misa, con los cinco cuerpos, hablé con Pío Laghi, que tuvo un rol que es muy difícil de entender hoy, porque el nuncio tuvo una lista de desaparecidos, trataba de salvar gente, y al mismo tiempo jugaba al tenis con Massera. Después, como era el 4 de julio, fuimos a la recepción en la Embajada de EE UU, me acerqué a Videla, le planteé el tema y no me contestó. Esa noche escribí mi editorial, pero no era posible volcar allí todo lo que sabía.

–Los lectores tradicionales del Herald respaldaban, en general, a los militares. 

–Absolutamente. La comunidad inglesa y la norteamericana confiaban en que los militares iban a encarrilar las cosas. Después, claro, nuestro trabajo empezó a ser muy mal visto por muchos lectores, que cancelaron sus suscripciones, mientras aparecían nuevos lectores y hasta avisadores que apoyaban al diario. Las multinacionales sacaron sus avisos.

Entre los muchos méritos del documental de McNamara está el de mostrar el lento pero inexorable modo en que Cox –inglés, hijo de un militar de la Primera Guerra y él mismo reclutado por la Royal Navy durante la guerra de Corea– descubre el horror del régimen militar. Y cómo decide actuar en consecuencia, ejercer el oficio que había elegido, el periodismo, ir a la Plaza de Mayo y hablar con las Madres, recibirlas en la redacción, contar lo que se pudiera mientras los grandes medios callaban. Roberto Barreiro, sobreviviente de la ESMA, dice en el documental que le debe la vida a Cox, que publicó su historia. Lo repite María Consuelo Castaño: “Cox salvó mi vida y la de mis hijas”. Detenido durante tres días en abril del ’77 en Coordinación Federal –donde vio una esvástica pintada en la pared y se convenció de que gobernaban la Argentina nazis muy parecidos a los que habían bombardeado Londres cuando tenía siete años–, amenazados él, su esposa Maud y sus hijos, Cox deja el país. 

–El film muestra la dualidad de los organismos de Derechos Humanos respecto de su figura. De parte de las Madres, en particular, un infinito agradecimiento y también reproches.

–Sí, lo entendí un día que me dieron una placa por defender los derechos humanos. Habló Nora Cortiñas, con ira, cariñosamente hacia mí pero reprochándome que el Herald decía que sus hijos eran terroristas. Pero en ese entonces, era imposible decir otra cosa. Estaba prohibido nombrar a Montoneros o a cualquier organización armada. Mi compromiso entonces era que, aún respecto de gente que hubiera usado las armas, que hubiera matado, teníamos que salvarlos si era posible, si habían cometido un crimen debían ser juzgados, no secuestrados y asesinados. Y eso muestra la importancia del periodismo, y el escándalo de los grandes diarios que decidieron no publicar absolutamente nada, ni siquiera la carta de una madre. Para mí era imposible entenderlo. Yo estaba convencido de que publicando salvaba vidas. 

–¿Qué lectura hace del vínculo del actual gobierno con los organismos de derechos humanos?

–Creo que no están interesados en los Derechos Humanos. Si son gente buena, es estúpido. Si no son gente tan buena, ¿qué se puede decir, no? Yo no quiero pensar que este gobierno tiene algo que ver con la dictadura. Obviamente, sería estúpido decir que Macri es un dictador. Yo siempre pongo énfasis en el horror, que todavía está presente en este país. Charleston, en Carolina del Sur, donde vivo, es un lugar muy bello, pero su historia es la historia de la esclavitud, de miles y miles de seres humanos llegando ahí desde África. Uno lo siente, eso está todavía ahí. Este es un país muy herido por lo que pasó, pero hay mucha gente que no quiere verlo.

–¿Cómo cree que se refleja esa mirada en el caso Maldonado?

–Parece la mirada de gente que quiere mostrar a la Argentina como un oasis de tranquilidad en un mundo en llamas. Yo quiero ser muy prudente con esto. El caso Maldonado es realmente muy grave. Es muy simbólico. Si no lo resuelven… La mayoría de la gente cree que fue asesinado; si es así, ¿dónde está el cuerpo? Si no está, estamos de vuelta en el tiempo de los militares. Yo conozco a Patricia Bullrich desde hace mucho tiempo, no somos amigos pero tenemos amigos en común. Creo que es una buena persona. Yo le dije: Patricia, hay que levantar la bandera de los derechos humanos, a la Argentina se la ve en el mundo como un país paladín de los derechos humanos.

–¿Y qué respondió ella?

–No respondió.

–¿Qué piensa de la defensa acérrima que hizo de Gendarmería?

–Honestamente, no se puede hoy hacer una cosa así. Pero bueno, es un tema difícil que hay que tratar con prudencia.

–Usted fue muy crítico de los gobiernos de los Kirchner por su enfrentamiento con la prensa.

–Era terrible. Yo no soy ideológico. Yo siempre he pensando que los periodistas no deben pertenecer a partidos políticos. El que es realmente periodista, debería ser de izquierda, porque se presupone que aspira a un mundo mejor.

–¿Y cómo ve el mapa de medios hoy, en un contexto de recorte de voces críticas al gobierno?

–Realmente no sé qué presiones hay hoy, qué grado de libertad. Puedo decir que durante los gobiernos de Néstor y Cristina hubo total libertad de expresión. Pero con insultos, con agresiones a los periodistas. Eso no se puede hacer. Es importante regular a los medios. Obviamente, Clarín es demasiado grande, demasiado poderoso. Pero buscaron destrozarlo, y eso fue un error. Por lo demás, está claro que los estándares de la ética periodística han bajado.

–¿Cuán difícil es hacer periodismo en la era de las redes sociales, de la posverdad?

–Es muy peligroso lo que está sucediendo. Mirando a los Estados Unidos, Trump le debe mucho a Fox, que no es una empresa periodística sino una entidad de lobby. Eso es verdadero periodismo militante. Claro, allá, si uno no concuerda con un medio, puede ir a trabajar a otro. Acá no. Grieta, bueno, siempre hubo grieta. A mí me acusaron de ser comunista y de ser imperialista. A los argentinos, como dijo Borges de Buenos Aires, sólo los une el espanto. El único modo de entregar información confiable para la gente sería crear una plataforma honesta… Imaginemos que, para un caso sensible como el de Maldonado, pudiera formarse un pool de periodistas de todos los medios, de todas las ideologías, para investigar juntos. Porque es obvio que la justicia ha vuelto a fallar, como falló durante la dictadura, y como también fallaron entonces los grandes medios que no quisieron informar.