“Simiente patria venteveo veráculo perpendicular sobre la impenitente peniplanicie pampeana.” La frase es de Don Inodoro Pereyra, el gaucho creado por Roberto Fontanarrosa , una suerte de Martín Fierro atravesado por discursos literarios grandilocuentes sobre la tierra argentina, mezcla rara de Leopoldo Lugones y Armando Tejada Gómez. Irreverente ante la exigencia de la verosimilitud literaria, Don Inodoro se permite, como los indios de César Aira que hacen reflexiones sobre filosofía, hablar con un lenguaje que no es el que se esperaría de un gaucho. Ese inteligente trabajo sobre la lengua que hace Fontanarrosa parece quedar diluido por el humor al que muy lentamente las mentalidades más conservadoras comienzan a darle un lugar igual al de otras formas de creación, a pesar de que durante más de 40 años Les Luthiers, un grupo al que Fontanarrosa aportó su maestría en los guiones, se encargó de mostrar los límites exquisitos a los que puede llegar la risa. 

Aún hoy se recuerda su intervención en el II Congreso Internacional de la Lengua Española (CILE), que se hizo en Rosario en 2004, al que no fue invitado por casualidad, sino porque tenía muchas cosas que decir. Su ponencia sobre las malas palabras, sin ningún acartonamiento académico, fue sin duda la más recordada. Si de algo sabía Fontanarrosa era de palabras. “No voy a lanzar ninguna teoría –dijo en esa oportunidad-. Un congreso de la lengua es un ámbito apropiado para plantear preguntas y eso voy a hacer. La pregunta es por qué son malas las malas palabras,¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras?, ¿son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?”

A 10 años de su muerte, sigue siendo una figura admirada a nivel popular, pero la academia y los diversos círculos oficiales de la cultura le siguen negando el estatus de escritor. En esto del ninguneo académico es heredero de una larga lista de nombres en la que Osvaldo Soriano, por citar sólo un ejemplo, es una figura emblemática. Si bien es cierto que entre las diversas distinciones que recibió, el 26 de abril de 2006 el Senado le entregó la Mención de Honor Domingo Faustino Sarmiento, “por su labor y aportes a la cultura argentina”, no es menos cierto que su nombre no figura en los cenáculos literarios y que el reconocimiento académico quizá pueda reducirse a su intervención en el Congreso de la Lengua. Ni siquiera la ya muy lejana aceptación por parte de las universidades de humanidades de la legitimidad de los géneros “menores” como el comic ha logrado una reconsideración de su literatura. 

No le alcanzó con ser el padre de Inodoro Pereyra; la Eulogia, su compañera de vida; el Mendieta, perro sabio, reflexivo y parlante como Cipin y Berganza, los perros habladores creados por Cervantes; Boogie el aceitoso, un paródico James Bond hecho en tinta y tantos otros personajes. Además, fue un autor literario tan prolífico como interesante. En su condición de escritor no se apartó de una tradición bien argentina que ha transformado el cuento, desde Horacio Quiroga a Jorge Luis Borges, en un género nacional. Así lo atestiguan El mundo ha vivido equivocado (1983), No sé si he sido claro (1985),  El mayor de mis defectos (1990), Los trenes matan a los autos (1992), , (Uno nunca sabe (1993), La mesa de los Galanes (1995), Una lección de vida (1999), Usted no me lo va a creer (2003),  El rey de la milonga (2005). Pero la novela tampoco le fue un género ajeno. Baste con citar Best Seller, El área 18 y La gansada. 

Si Juan Carlos Onetti fundó la ciudad literaria de Santa María, William Faulkner creó el condado de Yoknapatawpha y García Márquez erigió Macondo a imagen y semejanza de su Aracataca natal, el “Negro” inventó un Rosario mítico cuyo epicentro fue el bar El Cairo con la mesa de los galanes. A tal punto es así que ese bar se ha vuelto un atractivo turístico que está cabeza a cabeza con el Monumento a la Bandera. Nadie que visite la ciudad puede dejar de ir a ese lugar real que Fontanarrosa convirtió en literatura. Por eso merecería figurar en la maravillosa Guía de lugares imaginarios que escribieron Gianni Guadalupi y Alberto Manguel (cuando todavía faltaba mucho tiempo para que el macrismo lo convirtiera en funcionario al frente de la Biblioteca Nacional). Así como quienes visitan París van tras la huellas de Cortázar llevando como guía Rayuela, quienes van a Rosario no pueden dejar de visitar El Cairo llevando como guía los libros de “el Negro”.

Dice de él nada menos que el escritor Guillermo Saccomanno: “(…) si un don tiene la literatura del Negro es hacerles sentir a sus lectores la estupidez humana. El Negro logra este efecto sin soberbia, con una inteligencia que, cuando asoma es sabiduría, y la irradia también sobre el lector. Tal vez esto es lo que hace que su literatura, sin preocuparse por los prestigios de género, supere la contradicción civilización/barbarie que se traslada en la literatura entre lo culto y lo masivo poniéndose simplemente a escuchar con una percepción que le envidiaría el mismísimo Puig. Ésta es la naturaleza de su escritura, que puede funcionar como denuncia de las vilezas familiares de la clase media en picada, las traiciones amorosas, los crímenes domésticos, los fracasos del machismo y las defecciones de presuntos heroísmos. Superando el costumbrismo, sus cuentos le entran sin anestesia a una realidad que lastima. Quien no se haya reconocido en uno de sus cuentos, miente. Y se miente. Y cuando el Negro te mira vos tenés la certeza de que no te está juzgando. Simplemente, te comprende. Por algo el Negro es el artista de todos.”

No sólo fue un trabajador de la línea y la forma, sino también de la palabra, y lo fue en el sentido más literal del término. “Yo tengo que publicar todos los días –dijo alguna vez- y si espero a que lleguen las musas me muero de hambre”. Es probable que el haberse colocado él mismo en la categoría de “trabajador” a la hora de los reconocimientos académicos le haya jugado en contra, ya que la modestia y la popularidad son dos virtudes que suelen ser tomadas como defectos en ciertos ámbitos intelectuales. 

El escritor Pablo de Santis ha señalado en una entrevista cuál es el mecanismo fundamental de su creación: “Siempre he creído que en literatura lo más pesado —el dolor— y lo más liviano —el humor— deben aparecer casi contra la voluntad del autor. Que deben imponerse por sí mismos, que no hay que ayudarlos a entrar. El peligro del humor es llevar a la «irrealización» del texto. Pero esta alarma contra los riesgos del humor es totalmente inaplicable al caso de Fontanarrosa. Él ha sabido construir la realidad de su mundo a partir del humor: es el humor lo que nos convence de que sus personajes existen, y no lo que los amenaza. Fontanarrosa siempre trabaja con otro discurso que le sirve de soporte —relatores deportivos, historiadores exaltados, documentalistas tipo National Geographic, escritores «de lo nuestro», hacedores de aforismos— y entrena el oído del lector en el sutil contraste entre el discurso y el mundo. Su arte se sostiene porque ama lo que parodia; no se burla con odio, no se burla para señalar su insignificancia. La risa rescata a esos lenguajes como a tablillas enterradas de mundos perdidos.”

Es cierto que la parodia está en la esencia de su producción literaria. A partir de ella ha jugado los juegos de la mejor literatura, como la doble invención de un autor y de su escritura. Tal es el caso, por ejemplo, de los aforismos de Ernesto Esteban Etchenique quien tiene la pedantería de creer, como tantos integrantes del mundillo literario, que ha refundado un género dotándolo de un poder trascendente que no lograron sus predecesoras. Dice el escritor creado por Fontanorrosa: “A veces pienso que mi audacia no tiene límites cuando me atrevo a incursionar en un género que ha sabido de maestros tales como Antonio Porchia y otros. Con mis aforismos, con mis humildes aforismos, con estas despojadas frases que reúno con paciencia de orfebre, no es mucho lo que pretendo. Es mi intención, tan solo, brindar a mi semejante, al ser humano, la llave que le permita acceder al Esclarecimiento Definitivo. A la Verdad Eterna.” 

Y, a continuación, Etchnique enumera algunos de los aforismos creados para esclarecimiento de la humanidad: “Si tu mejor amigo te incrusta un puñal en la espalda…desconfía de su amistad.”, “Me descalcé en la oscuridad. Y pisé algo”, “Piensa un minutos y serás justo. Piensa una hora y se te hará tarde.” “Quiso ser eterno, y fue técnico electricista.”

A 10 años de su muerte, Fontanarrosa sigue arrancándonos sonrisas y enseñándonos que, como dice el título de uno de sus libros de cuentos, “el mundo ha vivido equivocado”. Y no sólo eso, sino también que la prejuiciosa academia sigue equivocándose al no considerarlo como uno de los grandes escritores argentinos.