Después
del partido contra Colombia, un periodista ruso le preguntó a Gareth
Southgate, el entrenador inglés, por qué sus jugadores se caen tan
seguido, exageran faltas, se revuelcan apenas los tocan. “Tal vez
nos estamos volviendo un poco más inteligentes”, respondió. Las
simulaciones son parte de la discusión de Rusia 2018, no sólo con
Neymar. Lo que podía ser una práctica más habitual para
futbolistas sudamericanos, se extendió también a los europeos. No
es la única costumbre que atraviesa continentes. En el vestuario de
Inglaterra, antes del partido con Suecia, los jugadores tomarán
mate, una práctica que les trasladó a algunos Mauricio Pochettino,
el técnico del Tottenham. Lo
mismo pasará en Francia antes de jugar contra Uruguay, este viernes,
cuando Antoine Griezmann saque el mate que aprendió a tomar con su
amigo Carlos Bueno en el Real Sociedad de España. Rusia
es un Mundial con una mayoría de equipos europeos pero marcado por
el pulso latinoamericano. Ahora
mismo, las cinco de la tarde en Moscú, la Plaza Roja entrega una
imagen que debe ser demasiado parecida a cualquier otro día de julio
pero de otro año, un año sin Mundial. Hay turistas, cada tanto
alguien que se pasea con una bandera, una camiseta, pero el espacio
demuestra que estamos en cuartos de final y que la mayoría de los
hinchas se volvió para su casa. Que se volvieron los mexicanos, los
peruanos, los argentinos, y que los colombianos se pasean como
eliminados, sin ganas. De los diez países que más entradas
compradas para Rusia 2018, sólo tres están en competencia: Rusia,
Brasil e Inglaterra.
Es
cierto que llovizna, que cae un agua molesta pero que permite
mantenerse a la intemperie. Aunque también es cierto que no hay
fútbol después de que se completara el cuadro de cuartos. Otro dato
que ayuda a comprender la postal de desolación: se jugará en Nizhni
Novgorod, en Kazán, en Samara y en Sochi, no habrá partidos en
Moscú hasta la semana que viene. Y entonces la salida del Kremlin
que da a la Plaza Roja es una fila de japoneses que siguen a una guía
que los reúne gracias a una banderita azul. Lo
único irrefutable sobre el Mundial es el montaje que armó la FIFA
en el centro de la plaza, lo que llama el Parque del Fútbol, una
contaminación visual a ese paisaje tradicional que también componen
las tiendas GUM, la Catedral de San Basilio con sus cúpulas de
burbujas y la Catedral de Kazán con sus campanadas.
Pero
esto ya no es la invasión de hinchas de latinos de los primeros
días, cuando la Plaza Roja estaba cerrada después de los actos por
el Día de Rusia. Los mexicanos ya no cantan el Cielito Lindo, los
argentinos ya no cantan el Cara de Gitana, los peruanos ya no están
por todos lados. Cada tanto aparece unos uruguayos, unos brasileños,
más dispersos en este Mundial excepto en los días que jugó su
equipo. Los colombianos ocuparon el ochenta por ciento del estadio
cuando jugaron el martes a la noche contra Inglaterra en el Spartak,
con capacidad para unas cuarenta mil personas. “Somos locales otra
vez”, cantaban con una pronuncian tan correcta, tan pura, tan bien
hablan que daban ganas de zamarrearlos un poco para que la letra
cuajara con el ritmo de la cancioncita. Pero ya se van de Rusia, se
los ve en los locales de souvenirs y memorabilia soviética,
comprando regalos.
Inglaterra
quiso boicotear Rusia 2018. Otros gobiernos de Europa advirtieron
sobre los peligros que pudieran atravesar sus ciudadanos si viajaran.
En los países de Latinoamérica el prejuicio no funcionó. Todavía
quedan Brasil y Uruguay, la hegemonía europea se impone en el
fútbol. De los últimos cinco Mundiales, sólo Corea-Japón fue para
un equipo sudamericano, Brasil. El resto se quedó -o se fue- a
Europa: Alemania (Brasil 2014), España (Sudáfrica 2010), Italia
(Alemania 2006) y Francia (Francia 1998). De ese grupo, sólo Francia
podría repetir.
Pero
la cuestión para lo que viene es quiénes irán al estadio. ¿Pasará
como en Croacia-Dinamarca, donde se escuchó cantar por la Argentina?
Son los rusos, dicen, los que ahora salen en busca de tickets,
entonados por el avance de la selección. Rusia
va a jugar frente a Croacia en Sochi, a orillas del Mar Negro. Esa
ciudad fue la sede de los Juegos Olímpicos de Invierno en 2014, uno
de los movimientos de Vladimir Putin para mostrar otra cara de Rusia.
Pero Sochi no salió bien, derivó en los casos de doping, las
acusaciones de que el gobierno tenía un sistema de trampas para
mejorar el rendimiento de sus atletas, y terminó con sanciones al
equipo olímpico de Rusia. El Mundial es otra cosa. Los
diarios más cercanos al gobierno dicen que la organización
convirtió a la oposición en un hazmerreír por sus quejas. A Putin
le piden que vaya a Sochi, que vaya a los partidos. El presidente
ruso sólo estuvo en la ceremonia de apertura. El Kremlin anunció
que revisará la agenda. En Rusia ahora se entusiasman con superar a
Croacia y encontrarse con Inglaterra -si le ganara a Suecia- en
semifinales. Sería el partido más político del Mundial, con el
trasfondo del envenenamiento del doble agente ruso, Serguéi Skripal,
y su hija Yulia, reavivado ahora por otros dos casos encontrados en
Amesbury. Rusia
iba a ser la anfitriona. Ya no, todo cambió. Lo supieron tres
colombianos mientras comían unas patas de pavo en unos puestos
elegantes que están detrás del monumento a Carlos Marx.
Resguardados de la lluvia bajo un pequeño techo, vieron cómo dos
rusos con sus banderas se les acercaron con una sonrisa. “Ru-ssi-á,
Ru-ssi-á”, les gritaron y se fueron entre risas, los dejaron
comer.