Al caer la tarde las Hilux ya habían despejado las rutas de Córdoba y Santa Fe, pero las banderas seguían flameando alrededor del Obelisco porteño. Allí los argumentos también incluían el firme rechazo a la expropiación –que quizás no sea– de Vicentin, a que no seamos Venezuela, a la “infectadura” K, pero iban más allá, nutriéndose del vasto y heterogéneo arsenal discursivo del terraplanismo. Las protestas de ayer permiten dos constataciones.

La primera, que el intento del gobierno de poner un pie en el mercado de granos, audaz hasta la semana pasada, vacilante ahora, permitió reconstituir un foco opositor con el mismo lenguaje y las mismas premisas que animaron, hace más de una década, el conflicto por la 125.  Hoy corporiza de nuevo un sujeto social idéntico a aquél “campo” enardecido, que le asestó un duro golpe al kirchnerismo. Fueron las patronales rurales travestidas de gringos chacareros, agitando su patriotismo en los caminos, y las clases medias urbanas, despotricando en los balcones, junto a las humildes macetas donde cultivan un virulento espíritu terrateniente.

La segunda constatación es que el reclamo por Vicentin se ubica transitoriamente en el núcleo de un abanico de reclamos más opaco, que evidencia la lenta pero inexorable arquitectura de una oposición que no dará tregua, cuyo liderazgo no termina de esclarecerse, y que se alimenta de narrativas cada vez más turbulentas. No llegan desde ese “ala dura” análisis más o menos sinceros de la realidad económica (la crisis, la deuda, los desafíos de una incierta reactivación). Sólo hay una ingente indginación. Se vociferan proclamas de libertad frente a una ilusoria dictadura, se cuelan discursos conspiranoicos que ven en las medidas contra la pandemia un enigmático nuevo orden y la militancia anticuarentena desborda todos los diques de contención que dispone la política para controlar la peor crisis sanitaria de la historia.

Detrás de los gritos frente al micrófono, de las bravatas libertarias, se libra la pelea de fondo: los sectores concentrados de la economía no están dispuestos a permitir que se redistribuya la riqueza y cualquier gesto del gobierno en esa dirección será ferozmente coartado. Aun si para esmerilar esos tibios intentos deben apelar a las fábulas más inverosímiles: que el virus no existe, que el aislamiento social preventivo es la decisión de un tirano o que los dueños de Vicentin son las inocentes víctimas de un despojo.

Una oposición robustecida por este tipo de consignas es ciertamente un riesgo. Pero del otro lado hay quien las escucha. No se explica, si no, por qué los pasos más resueltos del gobierno nacional, como la anunciada expropiación de la cerealera santafesina o el postergado impuesto a las grandes fortunas, parecen naufragar ante el primer escollo.