Butirato de amilo, acetato de estireno, aldehído C14 y C16 y así. Los mil aditivos que brevemente –piadosamente– enumera Soledad Barruti ya suenan raros impresos en un libro. Cuando se los lee en las etiquetas de buena parte de los productos que ofrece el supermercado, en letras pequeñas, en un lenguaje de química incomprensible para el consumidor promedio, empiezan a sonar inquietantes. Con la certeza de que en esos paquetes ya no hay comida sino otra cosa, la periodista y autora de Malcomidos aborda en un nuevo volumen, Mala leche, los modos en que la industria llena las alacenas con sus ultraprocesados, productos elaborados en base a muy pocos ingredientes, siempre los mismos y en cantidades nocivas para la salud –azúcar, harinas y aceites refinados, sal agregada–, aderezados con espesantes, aromatizantes y colorantes, todos «permitidos» por nebulosas normativas, que logran convertir, publicidad mediante, en jugo de manzana o salsa de tomate algo que de manzana o de tomate sólo tiene el perfume, el color, o al menos una espléndida fotografía –retocada– de esos alimentos, los de verdad.

La pesquisa de Barruti se despliega en tres direcciones: los artificios que concibe la industria alimentaria para vender productos poco saludables; la infancia como blanco predilecto de ese bombardeo que va delineando, tempranamente, gustos que devienen adicción; y la perturbadora opacidad de las relaciones entre las grandes corporaciones que fabrican alimentos y las sociedades científicas que informan a la población sobre la conveniencia de consumirlos.

«Esa alianza es lo más difícil de desarmar –dice Barruti–. La industria ha logrado articular en los medios el discurso de los ‘expertos’ en nutrición, una disciplina que es muy nueva para la humanidad. Todavía estamos estudiando qué es lo que nos hace bien, no lo sabemos. Las sociedades ancestrales comían bien sin saber cómo: los mexicanos plantaban frijoles, maíz y calabaza, y con eso generaban una dieta perfecta y además sustentable en términos productivos. Mucho después nos pusimos a indagar en las carencias, que no tienen que ver con la biología sino con la economía, con el entorno hostil que creó el propio sistema. Y en algún momento, esa búsqueda –qué es lo que funciona como alimento–, que es un resorte básico de la salud pública, se convirtió, por el contrario, en un mecanismo central para consolidar el negocio de vender comida».

–¿Cómo funciona ese mecanismo?

–Con la industria asumiendo el control de la alimentación, recortando la autonomía de las personas en la toma de decisión sobre qué comer. El supermercado reproduce ese esquema: son las etiquetas las que te comunican todo el tiempo qué te va a hacer bien, qué no te va hacer mal, con la ayuda de los ‘expertos en nutrición’. El 90% de las sociedades científicas no existiría sin el sostén financiero de la industria alimentaria. Ese sistema poco transparente se retroalimenta de una manera muy perversa, a través de un ‘nutricionismo’ que además patologiza la alimentación, y que en definitiva funciona legitimando productos ultraprocesados que afectan la salud de las personas. Los medios, desde luego, tienden a amplificar ese mensaje: buena parte de la pauta publicitaria proviene de la industria alimentaria. Hoy la Argentina está cada vez más cerca de una ley de rotulado, porque la crisis de obesidad infantil es muy grave e inocultable. Y en medio de este clima, una agencia como Chequeado, que se supone que está libre de conflicto de intereses, aborda notas de nutrición esponsoreada por Unilever. Es terrible. Ahí ves cómo se ‘cocina’ en los medios la información sobre nutrición. La plata es el fuego de esa cocina, la plata mantiene encendida esa usina de gacetillas que dicen que a la población le falta calcio, que le falta esto o aquello, y que pueden encontrarlo en las góndolas del supermercado.

–Decís en el libro que esto «no es normal». ¿Cómo fue que nos acostumbramos a comer así?

–La industria logró introducirse en lo más íntimo de las familias, deshaciendo ese primer vínculo alimentario que es la lactancia, diciendo: ‘Miren, nosotros hacemos un producto mejor’. Entonces, muchas veces el primer producto que aparece en el hogar es un lácteo que se presenta como aliado del crecimiento. No te matan, no le estás dando alcohol a tu hijo. Pero son productos que van deteriorando su salud, sobre todo porque la frecuencia de su consumo ha ido en constante aumento. Las estadísticas epidemiológicas después te muestran el arma humeante; la desinformación, la publicidad engañosa, el poder de la industria hacen difícil saber quién la gatilló. Entonces, mucha gente se escandaliza cuando uno le dice que no es verdad que su hijo necesite un Danonino para crecer.

–¿Qué herramientas tiene el consumidor para resistir esa avalancha de productos ultraprocesados?

–Aun para los informados, hay una inercia cultural que es muy difícil romper. Ahora bien, cuando lo entendiste, lo ves todo el tiempo, y es duro volverse el fundamentalista de la mesa. Pero yo entro al chino y no sé qué comprar, salvo en la verdulería. Hoy el 80% de los productos del supermercado son ultraprocesados. No hay novedades en el súper: el verano nos traerá 50 variedades de jugos nuevos, todos hechos con perfumes y colorantes, sin frutas. Olés tomate, está la foto del tomate, pero no hay tomate. El olor crea realidad, por eso lo que más crece en las góndolas son los productos que pueden tener aditivos. El jugo de manzana a lo sumo tiene un 5% o un 10% de manzana, pero sí tiene aroma a manzana y color a manzana. ¿Y el resto qué es?

–¿Cuál es la trampa de los «fortificados»?

–Ese reduccionismo del que hablábamos, que logró hacer de la alimentación un lenguaje sólo para expertos, está megaexplotado por las marcas en alianza con laboratorios que aíslan estos nutrientes y vitaminas. La industria trabaja siempre con los mismos ingredientes omnipresentes –harina, azúcar y aceites–, pero necesita vendértelos como algo que te va a alimentar, entonces tiene que agregarles cosas, que son la herramienta de venta más importante. Eso genera que las personas vayan por el supermercado buscando nutrientes y vitaminas en los productos ultraprocesados, como si los alimentos los hubieran perdido. En esta lógica, la leche es el alimento que logró ir más allá. La mayoría de las personas no toma leche porque le gusta, sino porque es necesaria por el calcio. Es decir, la leche ha sido sustituida por su nutriente. Y es absolutamente falaz que la leche sea imprescindible para obtener calcio, porque el calcio está en un montón de otros alimentos. Ahora, los estudios que financia la industria láctea dicen que a la población le falta calcio, pero es bizarro pretender que tu cuerpo vaya a absorberlo si te quedás haciendo zapping, no importa cuánta leche tomes. Para que ese calcio se incorpore necesitás hacer ejercicio, tomar sol, recibir vitamina D, vitamina K, y sobre todo no consumir el ázucar y los aditivos que suelen traer los lácteos. Desde la salida del libro hubo tres comunicados a favor de la leche y los lácteos, firmados por varias sociedades científicas, sin ciencia que los respalde. La leche es un alimento más, pero el calcio está en la espinaca, en las legumbres. Es mucho más ético decirle a la gente que haga una dieta variada en vez de seguir comprando lácteos con enormes cantidades de azúcar o directamente sustitutos de la leche, que por supuesto vienen con la imagen de una vaca.

–¿Qué pasa con los chicos?

–Ese es el mecanismo más perverso: el moldeo del sistema sensorial de los chicos a imagen y semejanza de lo que sólo la industria les va a poder dar. Vos nunca le vas a poner seis cucharadas de azúcar a un vaso de chocolatada, porque sabés que a tu hijo le va a hacer mal. Pero sí se lo das en forma de Nesquik. Y el azúcar está ahí.

–¿Cómo se regula a multinacionales que muchas veces son más poderosas que los Estados?

–Chile es el país que llegó más lejos con los rotulados frontales de color negro, una medida que prosperó porque fue impulsada desde la política. El Ministerio de Salud argentino había encarado esa tarea, avanzando entre reuniones lamentables en las que las sociedades científicas estiraban el debate con argumentos falaces, y cuando fue degradado a Secretaría, Macri puso a trabajar a los responsables del programa junto con Agroindustria, un sector cuyos intereses participan del mismo negocio. Un delirio. Vos no tenés que pasarte de Coca-Cola a Coca-Cola light, tenés que dejar de comprar Coca-Cola. Y la industria jamás te va a decir eso. Entonces, es un debate imposible. Salud dice que quiere ir hacia un rotulado negro frontal, pero es sólo una expresión de deseos. No se trata sólo de educar al consumidor. Hay que regular.

–Porque es difícil explicar cuán malos son esos aditivos de nombre extraño.

–El desafío pasa por otro lado, por explicar que eso no es comida. ¿Cómo les explico a las personas que están comprando una lata de tomate, con la foto de un tomate, que en realidad no es tomate? Lo que hay que hacer, en todo caso, es decirles: esto es comida, y esto otro es comestible, no comida. Es comestible, podés digerirlo, pero no te va a alimentar y no te va a conectar con nada de tu historia, de tu cultura alimentaria, y además te va a traer problemas, que estallan en los cuerpos de las personas. Entonces, hay que regular para que los productos hablen por sí mismos y no te vendan algo que no es. Rótulos negros: esto tiene azúcar, tiene grasas, tiene calorías… no tiene tomate.

–¿La respuesta es cocinar?

–Primero, la respuesta para comer mejor es separar lo que es ultraprocesado de lo que es comida de verdad. Con regulaciones que permitan a todos acceder a información que alerte sobre qué se está comprando. Y sí, cocinar. Volver a hacer de la comida un asunto humano. Hay hoy, en muchas comunidades, un despertar de la cultura alimentaria como un valor, y organizaciones que están trabajando muy fuertemente en ese sentido, el de la diversidad y la soberanía alimentaria. Las personas que hoy se hacen un guiso con cinco tipos de papas distintas en Jujuy deben tener la posibilidad de seguir haciéndolo, y saber que sus hijos, que van al kiosco a comprarse un Danonino, tienen en ese guiso todo lo necesitan. «

Territorios invadidos

Además de describir la industria alimentaria desde adentro, entrevistando a los responsables de convertir a los postrecitos en productos supuestamente imprescindibles para el crecimiento infantil agregándole nutrientes presentes en otros alimentos –aunque sin el ázucar–, de agregarles colorantes y aromatizantes artificiales que los hacen «de vainilla» o «de frutilla», y hasta de fotografiarlos para hacerlos más deseables a los ojos de los consumidores, Soledad Barruti recorrió Latinoamérica para observar qué está pasando en la región de mayor diversidad alimentaria del planeta. Vio la invasión de snacks que llega por río al Amazonas profundo, desplazando a los ingredientes genuinos de la cultura alimentaria local. Y fue testigo de la agresiva política de publicidad y precios con que Coca-Cola logró convertirse en «agua» para los paladares de Chiapas, una población con bajas tasas de acceso al agua potable.