Una cosa es que la filosofía se pregunte por el origen de todas las cosas, y otra cosa es que la filosofía se pregunte por el modo en que el ser humano pregunta cuando pregunta por el origen de todas las cosas. Una cosa es que tratemos de comprender qué es el universo, pero otra cosa es que tratemos de comprender cómo comprendemos (o tratamos de comprender) cómo es el universo. En ese giro sobre uno mismo que se asume ejerciendo el conocimiento, vamos descubriendo nuestra interioridad, que hasta aquí no es más que la capacidad que poseemos de conocer. Con la paradoja que implica que, al conocernos a nosotros mismos, nos estamos conociendo con la misma herramienta que queremos conocer: estamos conociendo cómo conocemos. Estamos conociendo cómo estamos conociendo.

Algo no cierra en esa circularidad, o por lo menos deja un lugar inaprensible. Máxime si, como se va a evidenciar a lo largo de la historia de Occidente, el conocimiento —de mínima— nunca alcanza la objetividad, y —de máxima— es una producción subjetiva absolutamente condicionada por fuerzas que la constituyen a partir de un interés de poder. Ese acto de autorreflexión, de flexión sobre uno mismo, ¿qué tipo de conocimiento alcanza? O dicho de otro modo, ¿no se nos presenta un problema filosófico en la paradoja entre un conocimiento que busca la verdad y el hallazgo de una verdad condicionada?

En esa fisura abierta en la que nos perdemos cuando enfocamos hacia el foco, cuando el ojo quiere mirarse a sí mismo mirando, se desliza un vacío que algunos llaman el yo, la conciencia, el alma, el origen. «Conócete a ti mismo»: el sí mismo, esa repetición que se supone atraviesa toda contingencia para permanecer siempre idéntica a sí misma. Se supone, ¿pero qué es ese sí mismo? No tanto qué soy yo, como quién soy yo. ¿Hay algo o alguien aquí adentro? ¿Hay un adentro? ¿O es solo un afuera, cuerpo, huesos, pieles, sabores, olores? ¿En qué estás pensando?, me preguntó la mujer.

Pero yo ya no la estaba escuchando. Su cercanía me trajo cierto bienestar. Su calor, pero sobre todo su olor. Su olor a perfume mezclado con vómito. Pitágoras planteaba dos tesis en apariencia contradictorias: por un lado, que los números eran el principio, origen, arché de todas las cosas, pero al mismo tiempo sostenía la creencia en la transmigración de las almas, o sea, en la reencarnación. Tal vez a nuestros ojos modernos la paradoja se manifieste en la tensión entre un racionalismo matemático y un irracionalismo místico, imposibles de amalgamar. ¿Se puede tener una mente profundamente analítica como la matemática y creer en la metampsicosis, esto es, la teoría de la transmigración, sin entrar en ninguna contradicción de criterios? Claro que la racionalidad antigua no es la misma que la moderna.

O sí, pero no lo queremos ver. ¿Con qué pensamos? ¿Con qué parte de nuestro ser pensamos? Para Pitágoras, no hay dudas: con el alma. Es el concepto metafísico de alma el que logra generar un puente entre ambas dimensiones: el alma piensa matemáticamente y el alma cambia de cuerpo.

Es más, para Pitágoras, cuanta más matemática estudia un ser humano, más va logrando separar el alma del cuerpo y prepararla para su próximo viaje. O sea que, además, la reencarnación va siendo elaborada por el estudio sistemático de la ciencia formal. Cuanto más nos abstraemos en las formas de las entidades, menos preocupados estamos por los contenidos y las cuestiones materiales.

No hay aún una motivación ética en sentido estricto, como va a haber a partir de Sócrates, sino una vocación ascética de llevar una vida comunitaria, por no decir sectaria, cuyo eje es el estudio abstracto de los números.

Los pitagóricos viven en comunidad, son vegetarianos (derivación del principio de reencarnación en cualquier ser viviente) y pasan el día estudiando. Va naciendo o proto-naciendo la filosofía como búsqueda de un saber o del origen de un saber a través de nuestras prácticas, que, aunque abocada a la indagación del cosmos, no deja de preocuparse por el cuidado de sí y de los otros, no deja de poseer una fuerte motivación ética.

De Pitágoras a Sócrates el pasaje es evidente: solo el estudio intensivo de los fundamentos nos permite acceder al bien. Limpieza. Purificación. Conversión, en el sentido de aquel que, despojándose del error, va hallando la trama oculta que estructura nuestra realidad manifiesta. Así los pitagóricos aislados en sus prácticas sectarias, y así Sócrates caminando con sus alumnos por Atenas, dialogando. Prácticas dietéticas, eróticas, vinculares que resguardan la única preocupación realmente importante: la contemplación del bien, o sea de la verdad, o sea de la totalidad. O sea de lo imposible. Una imposibilidad más que se manifiesta en la respuesta que le da Pitágoras al tirano León cuando le pregunta si él es un sabio: sabio no, dice Pitágoras, solo un amante del saber, un philos-sophos. Tal vez sea el primer registro escrito que llega a nosotros del uso del término filósofo, previo incluso al sustantivo filosofía. Un amante, aspirante, deseante del saber. Alguien en falta.

(…)

Algo de esas prácticas pitagóricas que necesariamente separan un resto de una totalidad funcionando estaba presente en la labor de Sócrates. Un resto. Sócrates que decide no seguir los lineamientos generales instituidos en la sociedad de turno y rompe. Pero rompe desde el lugar más sencillo: escucha al dios. Cuatrocientos años antes aquí en Atenas y no en Jerusalén, hay también una especie de mercado que no es mercado, hay un líder que no es líder pero que recibe una revelación, hay una muerte injusta, hay una muerte que no es muerte. Un resto. Un resto es siempre la prueba de que una totalidad no cierra. No es lo que le falta a la totalidad, ya que la totalidad es tal porque no carece de nada. Justamente, un resto es aquello que, aún con una totalidad cerrada, igual sobra. Por eso es la prueba de que esa totalidad cerrada no es tal y por eso los restos son casi siempre barridos de raíz. Es que no faltan, solo sobran…

La versión escolar cuenta que Sócrates nunca escribió nada y que fue recreado en su práctica filosófica por su alumno Platón, quien se supone que reconstruyó la mayoría de sus intervenciones en sus diálogos literarios. En ellos, Sócrates el personaje parece emular al Sócrates real que solía deambular junto a sus alumnos por las calles de Atenas, su mercado, su puerto, debatiendo distintos temas a través de los métodos de la filosofía de entonces: la argumentación, la refutación, la mayéutica. Sócrates se diferenciaba de la actitud más usual de la época: la profesionalización del saber a manos de los sofistas, definidos por la literatura platónica como mercaderes del saber despojados de cualquier deseo de verdad y atravesados por el solo anhelo de acumulación, tanto monetaria como de prestigio, fama y honor.

Sócrates escuchaba y preguntaba. Escuchaba supuestas certezas y, después de horas de preguntas, las desarmaba una por una, dejando al otro en un estado de vacuidad y perplejidad que muchos lo tomaban como un reinicio de sus búsquedas, pero muchos otros fueron acrecentando sus odios contra el ser humano que, como un espejo invertido, les devolvía sus propias limitaciones. «Conócete a ti mismo».

«Conócete a ti mismo» es un mandato extraño. Mucho más parecido a un caerse en un sí mismo como un gran abismo dentro de otro abismo dentro de otro abismo. Más que un consejo a la realización de un objetivo o de una labor es, al contrario, el inicio de una perdición. Conocerse a sí mismo es antes que nada ir desprendiéndose de todos aquellos conocimientos previos sobre uno mismo y sobre la misma idea de conocer. Conocerse a sí mismo es asumir la contingencia de todo lo que hay. Conocerse a sí mismo es desenmascarar a aquellos que creen que se conocen a sí mismos. Conocerse a sí mismo no es una especulación teórica sino una práctica de sí. Conocerse a sí mismo es una práctica política.

—Conocerse a sí mismo es una máxima compleja, en especial porque distingue entre el qué y el quién. Ese sí mismo que hay que conocer, ¿es un qué o es un quién? Creo que no está postulando el autoconocimiento como conocimiento de sí en tanto objeto, sino en tanto sujeto. ¿Se entiende?

—Sí, se entiende. En tanto objeto, conocerse a sí mismo, nos homologaría con cualquier entidad que quisiéramos conocer: plantas, montañas, números, en este caso, seres humanos; o peor, este ser humano que soy yo preguntándome. Sería un abordaje más analítico, más científico: no quién soy, sino qué soy. ¿Qué soy yo que estoy pensando qué soy? Qué soy yo como una entidad más de las que conforman lo real. Respuesta: un ser humano, un mamífero, un cuerpo orgánico, etc. Y una capacidad de pensar que se explica desde un sistema neurológico, un cerebro y más etcéteras.

—Claro. Pero la pregunta parece apuntar a otra cosa: al autorreconocimiento de mis propias limitaciones, o sea, de lo que me va determinando a mí mismo permanentemente como sujeto. Ese mundo interior que creo autónomo y que, sin embargo, se encuentra siempre delimitado por fuerzas que revelan que la pregunta por el sí mismo está siempre condicionada. O como te gusta decir a vos: «o peor», el autorreconocimiento de mis propias fronteras en tanto este yo concreto que se está preguntando ahora por su propia mismidad. Puedo entender qué soy yo; ahora bien, ¿por qué me tocó a mí? ¿Y por qué me tocó a mí así? ¿Quién piensa aquí? ¿Quién es este que está aquí «adentro» pensando todo esto? ¿Hay alguien más? Esa es la pregunta por el quién, la pregunta existencial y no ya «científica».

—Sin embargo, vale la misma prevención. La pregunta por el quién, o sea por el yo, no puede ser formulada con la gramática de la pregunta por el qué del yo. No es «¿qué soy yo?», ya que la objetivación del yo también lo pierde. La introspección te lleva a otro lado, a desarmar un yo que se pretende una entidad firme. Cuestionar entonces el gran giro cartesiano, ¿no? Haber hecho del yo el nuevo ser supremo…

—A ver, muchachos, cambiemos un poco el eje, por favor. Es cierto que conocerse a sí mismo, así formulado, es algo complejo, ¿pero saben por qué? Porque lo que hay que cuestionar es su asociación con la idea misma de introspección. La idea de un mundo interior, de una interioridad radical se va constituyendo de a poco en Occidente. Es más, hasta sería incomprensible sin los aportes del cristianismo, pero históricamente estamos en una época anterior. Creo que, como bien investiga Foucault, el conocerse a sí mismo hay que pensarlo más como una práctica, como una serie de ejercicios (en griego askesis, de allí ascetismo) que lejos están de la contemplación especulativa de la introspección pasiva. Conocerse a sí mismo es ejecutar acciones en nuestras experiencias diarias (comida, vínculos, placeres) para que, entonces, lo que nosotros creemos de nosotros mismos empiece a transformarse, a moverse. El movimiento no surge de una voluntad espontánea que hace fuerza y nos cambia. Es al revés: hay que provocar los cambios con medidas concretas, con experiencias que hagan cuerpo y nos modifiquen.

—No entiendo.

—Foucault vuelve a los griegos por otra vía. Subsume el conocerse a sí mismo en una práctica de la época mucho más abarcativa: el preocuparse por uno mismo, la inquietud de sí, el cuidado de sí, la denominada cura sui. Quiero decir que conocerse a sí mismo en cierta Antigüedad lejos estaba de ser una actitud teórica, o una cerrazón introspectiva. Conocerse era preocuparse por sí mismo, o sea, ocuparse, cuidarse, pero en la práctica concreta y con transformaciones directas de nuestras costumbres cotidianas. Una filosofía de vida. Teoría y práctica no como dos esferas escindidas, sino ensimismadas.

—O sea que no es pasivo.

—Claro. Es una búsqueda espiritual, en aquel sentido por el cual, si la filosofía es la búsqueda de los criterios y fundamentos que hacen posible cualquier verdad, la espiritualidad son las prácticas, ritos, experiencias que nos transforman de tal modo para acceder a esa verdad (o a lo que sea). Nosotros mismos nos transformamos para poder acceder: prácticas afectivas, eróticas, dietéticas, médicas. No solo la naturaleza vino oculta: nosotros también. Es decir, debemos destrabar todo lo que nos enajena.Pero no se trata de una acción del alma. Depositar la responsabilidad en el alma siempre es más fácil. Se trata del cuerpo, de sacarlo de sus encajes estructurales, de provocar sus costumbres, sus regularidades. El alma, dice Foucault, es la prisión del cuerpo, y no al revés. Hay una idea del alma que restringe nuestro deseo…

—¿Quién habló de deseo? No sé Foucault, pero el templo de Delfos es claro: «Conócete a ti mismo».

—Perdón, pero en el templo se hallaban inscriptas ciento cuarenta y siete máximas pitias junto a esta que se volvió la más famosa. Te tiro otras. Por ejemplo, «nada en demasía», «no confíes en la suerte», «acepta la vejez», «domina tu mirada», «obtén las cosas justamente». Poca teoría y mucha menos introspección, ¿no? Ah, y el oráculo nunca es claro…

Sócrates es condenado por la justicia ateniense, acusado de corromper a la juventud enseñando falsedades acerca de los dioses. Pero como lo explica Sócrates muy bien en primera persona, en su defensa que Platón reconstruye en ese texto llamado Apología de Sócrates, él ya estaba condenado de antemano; o mejor dicho se lo acusaba de mucho más de lo que aparece en el juicio como acusaciones concretas.

A Sócrates no lo querían. No lo querían porque con sus actitudes por fuera de lo estatuido ponía en evidencia la oscuridad de las prácticas institucionales. Ponía en evidencia lo formal, lo vacío del ethos ateniense, la deflación de sus valores, la crisis. Incluso antes del suceso del oráculo,

Sócrates con su propio comportamiento, con su propia manera de vivir, molestaba. Incomodaba a una ciudadanía que se había acostumbrado a una doble moral, a una vida democrática que, según explica muy bien en la República, se degradaba en demagogia, esto es, en el aprovechamiento de las formas del sistema democrático, pero para otros fines, más espurios y menos comunitarios.

Sócrates molestaba sin hacer nada, o sea, demostrando con su propia experiencia de vida que se podía vivir de otra manera. No era un sofista. O era tan sofista que ya estaba del otro lado. Escuchaba. Repreguntaba. No daba clases, sino que creaba las condiciones para un diálogo en el que circulara la palabra. No explicaba nada sino que desarticulaba certezas para que aquel que se hallaba muy convencido de algo, sufriera una perplejidad abismal al derrumbarse casi todas las justificaciones de su saber. Se cuenta que, cuando fue presidente por un día (así era el sistema democrático: se cambiaba de presidente todos los días por azar entre los Quinientos, los representantes de los demos), había indultado al capitán de un barco que se había rendido ante el enemigo para vergüenza de los atenienses. Pero él lo perdonó. Perdonó algo imperdonable para Atenas. Daba clases caminando, andaba descalzo, no seguía ninguno de los parámetros propios del comportamiento de la época, no lo seducían los bienes materiales. Participaba de grandes banquetes y se cuenta que poseía el don de beber mucho y nunca emborracharse. Era muy buscado, muy deseado, muy amado, aunque parece que no se trataba de alguien que cuajara en los parámetros de belleza de la época. Y cada tanto se detenía, permaneciendo por largo tiempo paralizado, como en estado de éxtasis, pensando, o conectándose con los dioses.

(…) «