El revuelo que causaron las declaraciones del principal asesor cultural del gobierno de Macri, Alejandro Rozitchner, sobre Luis Alberto Spinetta –que fue su amigo– y otros artistas, y las repercusiones que provocaron, fueron la materia prima de la nota de tapa de Página/12 el sábado.

Para quien escribe fueron la confirmación de que el empeño del licenciado en filosofía de convertir al gran artista a la ideología del neoliberalismo globalizador (y más concretamente, al individualismo y al egoísmo exacerbados del capitalismo en su fase financiera) había fracasado por completo. Le trajo alivio a la amargura de no haber podido desarrollar su relación con el que fue el más querido de sus ídolos.

La posesión más preciada que me lleve al exilio (embarqué en el Cristóforo Colombo con 40 dólares en el bolsillo, pero tenía en Barcelona familia que me esperaba) fueron unos cuantos discos de Spinetta en una valijita de cartón marrón. El buque debía zarpar el 12 de noviembre, pero la tripulación, abrumadoramente napolitana, se declaró en huelga ese día. Con el boucher que la naviera Italmar nos dio para almorzar y cenar fui hasta la disquería de Corrientes y Rodríguez Peña y me compre de nuevo Artaud, álbum que había prestado y no me habían devuelto.

Los años anteriores, Spinetta me había acompañado en las buenas y en las muchas malas. Baste decir cuando en la colimba me saltaron los antecedentes logré terminarla sin mayores perjuicios a fuer de hacerme el loco en la enfermería y los calabozos del cuartel de La Tablada cantando repetida y monocordemente su Cantata de los puentes amarillos.

A fines de 1981 recalé en la casa de mi amigo Paco Jaime en el Barrio Chino (al que hoy como el medioevo le baten Raval). Poco antes o poco después me había ido de la Editorial Gedisa (antes, Granica), acogido al paro y comenzado a trabajar en el Diario de Barcelona. Conservaba amistades hechas en la editorial, entre ellas, la de una correctora, Isabel Mármara, y así fue como conocí a su hijo, Alejandro, que todavía, creo, no había cumplido los 18. Alejandro, apodado El Nono, había vivido una temporada con su padre, el insigne filósofo León Rozitchner, que se había exiliado en Caracas.

Fui quien inició al Nono en aquella habitación de Can Pepita (la casa que ocupábamos en el chino había sido antes y durante la guerra civil un famoso prostíbulo, y ese cuarto piso, con su amplio baño con bidet y ventas tapiadas, el aposento de su madama) en el amor por la música y lírica del Flaco. El me retribuyó presentándome a amigos venezolanos suyos de muy buen pasar, al punto de que habían alquilado un amplio departamento en La Pedrera, el edificio que hizo Gaudí en el Paseo de Gracia.

Hacía muy poco que había muerto mi padre, durante la breve guerra de las Malvinas. A pesar de haber nacido yo justo para su trigésimo cumpleaños, mi relación con él había sido muy mala desde la pubertad y también lo era la de Alejandro con su padre famoso (al menos, en los círculos en lo que yo me movía) y con fama de Don Juan. No sé que le habría hecho su padre, pero lo cierto es que Alejandro fue construyendo su personalidad en franca oposición a su figura. Hasta el punto de casarse por la Iglesia Católica con la hija de un represor.

Alejandro regresó a la Argentina bastante antes que yo, quizá hasta más de un año antes, a comienzos de 1983. Me encontré con él a poco de llegar y lo cierto es que se portó muy bien conmigo. No sólo porque me presentó a Luis, de quien se había hecho amigo ya no recuerdo cómo, sino también porque me prestó un par de meses un departamento de su viejo, creo recordar que en el piso 22 de la torre de la calle Seguí casi Salguero.

Viví esa temporada encantado de poder codearme con quien consideraba y considero casi un ser sobrenatural. Fue una época en que Charly García publicó su Piano Bar (que compré gracias a la encendida recomendación de Luis) y fracasó -a causa de las adiciones de Charly- el deseo de Luis hacer un disco a cuatro manos con él, proyecto del que solo quedo el “Rezo por vos” y algún otro tema; comí por primera vez en mi vida sushi con Luis y Alejandro en un restorán de la calle México y vermicellis en Pippo, donde Luis dibujaba los manteles de papel que al irnos otros comensales se disputaban como reliquias; jugué al fútbol con Luis y sus amigos; lo acompañé a programas de radio (recuerdo a Tom Lupo preguntándole dónde estaba la luz en sus composiciones y al Flaco responder bromeando que “En Segba”) y asistí a su 35º cumpleaños en una quinta que Luis y Patricia alquilaban en la avenida Udaondo en Parque Leloir.

Fue la época en que ellos se separaron y Luis recaló brevemente en un bulín que Alejandro tenía en la calle Cangallo, y nos vimos allí justo el día en que Cangallo cambio de nombre y pasó a llamarse Perón… Recuerdo que tomé el subte hasta Congreso y fui caminando por Callao hasta dicha calle y me topé en la esquina con el acto en el que se le cambiaba el nombre.

Estaba hablando el Gordo Quique… un fascista que había hecho el servicio militar en Israel, sospechado de tener vínculos con los servicios, al que le habíamos echado Flit en la Juventud Peronista de Montserrat; que se había pasado a la “Jotaperra”, la Juventud Peronista de la República Argentina (JPRA) auspiciada por López Rega, y que en febrero de 1976 me había secuestrado a punta de pistola; recuerdo que llegue al bulín del Nono con ganas de contar esa feísima experiencia pero no llegué a hacerlo porque me encontré a Luis muy inquieto y caminando de una punta a la otra del pequeño ambiente en el que resonaban los bombos del acto que tenía lugar a unas pocas cuadras. Estaba muy angustiado y me dijo, palabra más, palabra menos: “¿Escuchás? ¿Qué necesidad hay de tocar los bombos tan mal, de aporrearlos sin ningún miramiento? Esa gente está mal y en algo malo”…

Porque el abordaje de la política que hacía Luis era poético y a veces, debo reconocer, incomprensible (por ejemplo, rechazaba el término socialismo, pero no el término comunismo). Había participado en algunas reuniones de la Juventud Argentina para la Emancipación Nacional (JAEN) de Rodolfo Galimberti, Beto Ahumada y Ernesto Jauretche, pero se alejó espantado ante el anatema de aquellos a la marihuana. Pero recuerdo (cito de memoria) que el Flaco me dijo que le recordaba mucho a un amigo desaparecido que había participado en el arte de tapa de su álbum Alma de Diamante y que en aquellos tiempos del juicio a las juntas, al ser entrevistado en aquel bulín de la calle “General Cangallo” por unos estudiantes secundarios, a la pregunta de qué haría si hubiera nuevamente una dictadura militar, respondió con mucha angustia que vendería sus guitarras para comprar una ametralladora porque eso no se podía volver a tolerar nunca más.
Para entonces, Rozitchner le daba clases de filosofía (Foucault, Derrida, Baudrillard, etc.) no sólo a Luis, sino también, entre otros, a Pedro Aznar y Fito Paéz. Y era claro en su empeño de conseguir que asumieran posiciones de derecha, conservadoras, insolidarias, complacientes con los ricachones. Así, cuando en enero del 85, vine muy feliz de Uruguay luego de haber asistido a un concierto de Jade en el Club de Golf de Punta del Este, me dijo: “Te equivocás con Luis. Él no tiene ningún problema con los ricos, le gustan los lujos, las cosas buenas, ya lo vas a ver”.

Fue el creciente alejamiento entre nuestras posiciones políticas lo que hizo que nos dejáramos de ver, y que también perdiera mi relación con el Flaco, más allá de que alguna vez, en el Luna Park, consiguiera colarme en las camarines para saludarlo. Lo que, por cierto, siempre me reproché porque mi amor por él y su obra jamás menguó.

Durante dos décadas, además de reprocharme no intentar un contacto con él, tuve la intriga de hasta qué punto Alejandro habría conseguido algún éxito en su propósito de convertirlo en un señor conservador y de derechas, tal como se proponía.

Hubo muchos indicios de que no mucho (baste recordar el hiperemotivo “hay que impedir que juegues para el enemigo” de su álbum Silver Sorgo en aquel tremendo 2001), y cuando Luis dio su concierto en el Salón Blanco de la Casa Rosada (2005) y se sacó esa foto con Néstor (de la cual, desgraciadamente, no se consiguen copias con un minimo de calidad) y llamó así, Néstor, a un premio que le dieron, quedó clarísimo que no había logrado su cometido y opinó que Kirchner era un raro “romántico” hiperactivo.

Pero faltaba la admisión pública de esa derrota. Y llegó cuando Rozichtner fue entrevistado por el Daniel Schinkman en el canal de TV del diario La Nación y dijo que Luis “como todo artista popular y todo artista demagógico, temía una relación con lo masivo un poco extraña, no sé si por conveniencia o seducción”.

Junto con el de “tirano”, “demagogo” era el calificativo favorito que los gorilas aplicaban a Perón.

Por si faltaba algo, Rozichtner dejó claro que, a pesar de su admiración por Luis en otras áreas, lo consideraba un analfabeto político. Hasta el punto de afirmar que si lo tuviera enfrente y tuviera que explicarle la actualidad argentina le diría que “este es un gobierno revolucionario que trabaja contra el sistema y está haciendo una Argentina nueva”.

Aun así, reconoció que Luis lo escucharía “con incredulidad”, a pesar delo cual, agregó, “poco a poco lo iría convenciendo, aunque sea un poquito”.

No parece tenerse mucha fe.

No me parece demaiado importante subrayar la sugerencia de Rozichtner acerca de que los artistas populares, incluído El Flaco, son ignorantes en materia política, y si era filoradical o filoperonista. El mismo dijo en una entrevista que su primer recuerdo es el de los aviones que pasaban rasantes por el Bajo Belgrano para ir a bombardear la Plaza de Mayo aquel infausto 16 de junio de 1955, y que su madre era fan de Evita. Y es público que le dedicó su canción “Maribel se durmió” a las Madres de Plaza de Mayo.

Si hay un gesto definitivo es que las cenizas de Luis fueron arrojadas por sus hijos al lado del Parque de la Memoria (porque lo encontraron cerrado), es decir junto al impresionante monumento a los muertos por el Terrorismo de Estado. Luis era uno de los hermanos mayores de esa generación diezmada. Supongo que fue él quien pidió ese que es un gesto irreversible.

¡Que grande fue Luis!

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