En la cosecha 1948-1949, el país utilizaba sólo 10 mil litros de agroquímicos. Esa cifra aumentó a 3,5 millones en la década del ‘60. Pero a partir de 1996 (con la autorización oficial de la semilla transgénica de soja) llegamos a una situación inédita: en 20 millones de hectáreas de soja transgénica se vuelcan 69 millones de agroquímicos tradicionales más los 300 millones de litros de glifosato que se utilizan actualmente.
El sistema del agronegocio se sostiene sobre la base de negar y ocultar las consecuencias en la salud y los ecosistemas de los agrotóxicos, repitiendo ciegamente falsedades publicitarias difundidas por las mismas corporaciones transnacionales que proveen los pesticidas y las semillas transgénicas: “El glifosato es como agua con sal”, llego a decir el ministro Lino Barañao.
Así nos han naturalizado producir y consumir alimentos (o sus insumos básicos) utilizando cantidades crecientes de veneno. Como si los herbicidas no actuaran sobre los humanos, como si nuestros sistemas biológicos procedieran de un camino evolutivo totalmente diferente al del resto de los seres vivos. Han invertido el “principio precautorio”, columna vertebral del Derecho Ambiental, y lo han convertido en el “principio temerario”: si algo deja buenas ganancias, no importan las consecuencias.