Diez años se cumplieron de la reunión de Brasilia en la que se aprobó el Tratado Constitutivo de la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), dando lugar al acuerdo más paradigmático del momento inédito que vivía entonces la región. Luego de decirle “No al ALCA” en Mar del Plata en 2005, había que expresar “sí a qué”. Y la concreción de Unasur fue la respuesta que encontraron los presidentes de los 12 países de América del Sur a esa pregunta, y una apuesta a la integración como nunca se había dado antes. La unión y la elección de un destino común para nuestro subcontinente.

Ya se había ampliado y mejorado el Mercosur con el ingreso de Venezuela, el aumento del comercio entre los socios y la búsqueda y realización de una integración productiva. Y se habían comenzado a  realizar las cumbres sociales y puesto el foco en lo cultural que nos une. Pero Unasur era una construcción concebida, desde su inicio, para la época.

Se creó una Secretaría General para darle la operatividad de la que carecen ese tipo de organismos, ocupándola en primer término Néstor Kirchner, un expresidente, con la idea de expresar la jerarquía que se le quería dar.

Se constituyó el Consejo Suramericano de Infraestructura y Planeamiento para promover la construcción de redes de infraestructura, transportes y telecomunicaciones, atendiendo a criterios de desarrollo social y económico sostenible. Por primera vez se construía pensando en el vínculo comercial al interior del continente, entre nuestros países, y no para concurrir al puerto y exportar a las metrópolis.

Se inició el Consejo de Defensa Suramericano como un mecanismo para la seguridad regional, promoviendo la cooperación militar y la defensa expandiendo la cooperación multilateral. Por primera vez, la hipótesis de conflicto de nuestros países no era la guerra con el vecino, sino la protección conjunta de los recursos naturales ante el peligro de una intervención extranjera.

Además, Unasur participó para evitar la crisis en Bolivia con los tres distritos de la “media luna” que amenazaban con separarse del Estado Central; colaboró en disipar el alzamiento policial contra el presidente ecuatoriano Rafael Correa; y evitó la posibilidad cierta de una guerra entre Colombia y Venezuela en agosto de 2010.

Ese mismo año se creó la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC). O sea, la OEA sin los EE UU y Canadá, pero con Cuba. Toda una definición de que los países debían asociarse por historia y afinidad y no para serles útiles al imperio de turno.

La voluntad de los líderes populares de la región hizo que, en un mundo multipolar, América Latina comenzara ha ser un polo que interactuaba con los demás colectivamente y no individualmente como había ocurrido a lo largo de su historia. Pero mientras este proceso de integración prosperaba, nos hacía crecer y nos protegía de crisis internacionales como la de 2008, EE UU pergeñaba la contraofensiva conservadora. Le era imprescindible desarmar esa unidad creciente y comenzó a trabajar intensamente con la complicidad de los grupos económicos concentrados locales.

Primero propuso un modelo de integración alternativa, con eje en el libre comercio, que fue la Alianza del Pacífico; luego impulsó una derecha con apariencia de modernidad, con referentes venidos de fuera de la política. Sebastián Piñera, Mauricio Macri, Horacio Cartes, Pedro Pablo Kucsynki, entre otros, debían presentar algún cambio, ya que los partidos tradicionales habían terminado desprestigiados. Luego atacaron a los gobiernos populares con la guerra jurídica –el lawfare–, disponiendo de una parte de la justicia que, en complicidad con los medios hegemónicos, difaman, persiguen, desestabilizan, destituyen y apresan a quienes les incomodan para el cumplimiento de su plan. Así hicieron con centenares de militantes y con Manuel Zelaya en Honduras, Fernando Lugo en Paraguay, Dilma y Lula en Brasil, Cristina Fernández de Kirchner en la Argentina. Por suerte para nuestros pueblos, los gobiernos de Venezuela, Bolivia, Nicaragua, El Salvador resisten esos embates.

Cuando Macri llegó al gobierno, atacó inmediatamente los logros de la articulación y la unidad regional. Y rápidamente acompañó al golpista Michel Temer, fue punta de lanza en la separación de Venezuela del Mercosur y colaboró, además, en el congelamiento de la CELAC y la Unasur hasta que él y sus socios se retiraron, cuando Bolivia, en su presidencia protémpore, prometía revitalizarla.

Es evidente que el único país interesado en este estado de la integración regional es EE UU. Quiere volver a la situación en la que cada país negociaba bilateralmente, con lo cual era mucho mas sencillo imponerle sus condiciones, Y disponer de América Latina como aliado incondicional en el enfrentamiento que lleva adelante contra China y Rusia.

Pero el neoliberalismo está encontrando enormes dificultades para afirmarse en la región. Estos no son los ‘90. Este estado de parálisis de la integración y los intentos por destruirla no durarán mucho. Más temprano que tarde, se retomará el camino de una unidad y articulación de la Patria Grande.