La revolución feminista ya conquistó territorios culturales y políticos que parecían inexpugnables, en el palacio y en la calle. Hay espacios, sin embargo, donde el patriarcado resiste la marea. Uno de ellos son los sindicatos, y en especial las cúpulas gremiales, donde la presencia de mujeres constituye una excepción. Pero ese bastión patriarcal también empieza a mostrar fisuras.

Eso revela el trabajo de la periodista Tali Goldman, autora de un libro de título y contenido contundentes: La marea sindical. Mujeres y gremios en la nueva era feminista.

–¿Por qué decidiste posar la vista en los sindicatos?

–El sindicalismo me atrae desde muchos lugares, en especial como espacio de hacer política. Entonces me pregunté: ¿cómo hacen política las mujeres en los sindicatos? En ese espacio la mujer siempre estuvo invisibilizada, o relegada a temáticas de género o «sociales», las áreas más «feminizadas». Pero en medio de las olas de la marea feminista empecé a ver que las mujeres también empezaban a cuestionar esos lugares históricamente dados. Las mujeres feministas, trabajadoras y sindicalistas también están pidiendo pista para ocupar otros espacios dentro de sus sindicatos. Ese maridaje entre sindicalismo y feminismo me pareció fascinante y sobre todo revolucionario. Porque los sindicatos, al igual que la mayoría de los espacios, están atravesados por lógicas machistas y patriarcales.

–¿Qué determina que algunos gremios sean más patriarcales que otros? ¿La actividad que representan o la cultura dominante?

–Yo tomé el caso de gremios muy masculinizados. Es decir, de trabajos que tienen un porcentaje mucho mayor de varones que de mujeres. Por ejemplo la UOM, Camioneros, curtidores. En ese sentido, me interesaba ver cómo las mujeres se movían en esos espacios que están monopolizados más que nada por hombres. No sé si diría que hay más o menos patriarcales, sino que toda la cultura sindical está atravesada por una estructura patriarcal, como el resto de la sociedad. Lo que es curioso es que por ahí incluso en los gremios que claramente son de mayoría de mujeres, como por ejemplo docentes, las cúpulas sindicales estén ocupadas por varones. Por otro lado, hay actividades que históricamente fueron realizadas por varones y que hoy en día eso está cambiando. El fondo de la cuestión, entonces, tiene que ver justamente con que hoy las mujeres están pidiendo ocupar esos espacios: ser colectiveras, ser conductoras de tren, estar en las fábricas, estar en las plantas productivas. Todos trabajos que históricamente fueron realizados por varones, donde estaba implícito que las mujeres no podían realizarlos. Eso se está poniendo en cuestión y problematizando.

–El libro inicia con una serie de escenas que grafican el contexto en el cual las protagonistas debieron abrirse paso. Una de las más contundentes es la escena de Giselle, a quien en un acto le pidieron que «mueva la colita», y el comentario de un dirigente que justificó el pedido de la base. ¿Cómo viene esa deconstrucción?

–Esa es una escena del año 2012, y no pondría las manos en el fuego, pero creo que esa situación no se replicaría hoy, seis años después, en un país atravesado por la marea feminista, por el Ni Una Menos. Si bien es un trecho largo y sinuoso, hay avances concretos desde lo simbólico. El «compañeros» y «compañeras» ya no se puede eludir e incluso el «ponga huevo» ya viene acompañado de «ovarios». Creo que la deconstrucción está surtiendo efectos de a poco. Por ejemplo, en el acto de febrero que encabezó Hugo Moyano, dos de los oradores varones llamaron a marchar el 8 de Marzo e incluyeron el paro nacional de mujeres dentro del plan de lucha del movimiento obrero. Creo que eso hubiera sido impensado en 2012, por eso hay una confluencia interesantísima entre las mujeres sindicalistas y los movimientos feministas

–¿La deconstrucción de las bases va más rápido que la de los dirigentes? En la cúpulas de los sindicatos y, sobre todo de las centrales, siguen estando subrepresentadas.

–Sí, sin dudas. Las que están moviendo los cimientos son las trabajadoras sindicalizadas. Son ellas las que participan de las asambleas feministas, las que están disputando espacios en sus asambleas y creo que en definitiva son ellas (y ellos también) los que van a impulsar estos cambios. Las bases están revolucionadas y eso les llega a las cúpulas. Ya no pueden mirar para otro lado. Por eso es tan impactante seguir viendo esas mesas redondas en la CGT donde hay sólo varones que no bajan de los 60 años. Porque no es representativo del mundo laboral. No tiene que ver con un tema de cupo para mí. No necesitamos que haya mujeres por ser biológicamente mujeres. Necesitamos mujeres porque somos trabajadoras y participamos de los espacios que nos representan, que son los sindicatos. Seguir teniendo una cúpula de varones es irreal. Y creo también que el cambio en el sindicalismo, en el mejor de los sentidos, viene de la mano de las mujeres.

–¿Cómo se expresa la situación general en hechos cotidianos?

–Una de las anécdotas que por ahí más resuenan en el libro tiene que ver con Susana Rueda, la única mujer que comandó la CGT y que duró sólo un año. Moyano y Lingeri se habían elegido las mejores oficinas y por cuestiones de «seguridad» habían decidido cerrar con llave. Lo curioso fue que el baño quedó del lado de ellos, por lo que Susana Rueda para ir al baño tenía que literalmente pedirle permiso a Moyano para que le abriera la puerta. Esta pequeña anécdota contiene mucho de lo que les pasa a las mujeres que se mueven en los sindicatos. O el caso de Andrea Herrera, por ejemplo, primera delegada en la historia de Mastellone, que su marido le dijo, literalmente, «el sindicato o yo» y ella eligió el sindicato y se separó después de 17 años, porque él no la acompañaba. O Vanesa Siley, que apenas fue mamá, hubo despidos en un área de la Justicia de la ciudad, pero ella decidió ir igual a la mesa de negociación por los despidos, y en ese fervor de debate álgido un compañero frenó todo y dijo «perdonen, es que ella está puérpera y sensible, por eso se puso así». Hay constantemente un derrotero de anécdotas que combinan lo personal y lo político. Porque, como decía Kate Millet: lo personal es político.

–En el libro contás el caso de una dirigente que lo primero que hizo cuando llegó a secretaria fue correr de las 19 a las 14 el horario de las reuniones para que las mujeres pudieran compatibilizar actividad gremial y maternidad. ¿Qué otros detalles postergan el acceso o ascenso de las mujeres en las estructuras gremiales?

–La maternidad creo que es la razón más fuerte. Y en general lo que llamamos el «trabajo no remunerado».  Sobre todo los sistemas de cuidado. Por eso son importantes las secretarías de género, porque también habilitan espacios y facilidades para que las mujeres se inserten en el mundo laboral y sindical. Unas gremialistas docentes me comentaron que iban a empezar a incorporar un servicio de guardería durante las reuniones de comisión directiva.

–¿La discriminación positiva, como la ley de cupos, ayuda a acelerar el proceso de integración?

–La ley de cupos es una ley del año 2002 y fue un avance. Muchas mujeres pudieron ocupar cargos en sus comisiones directivas gracias a esta ley. Aunque para muchos gremios fue un piso y un techo, y las mujeres que eran incorporadas en la comisión directiva, muchas eran suplentes o las ponían en cargos irrisorios. Pero creo que hoy, en 2018, el debate tiene que pasar por otro lado. Porque el cupo sindical es en relación a la cantidad de trabajadoras que nuclea ese gremio. Entonces, el verdadero desafío que va a permitir la integración de las mujeres en los sindicatos es que se incorporen al mercado laboral que siempre se les fue negado «porque sí». No hay razón para que no haya mujeres en las fábricas metalúrgicas, no hay razón para que no haya mujeres conduciendo trenes, no hay razón para que no haya mujeres en las curtiembres. Si las mujeres se incorporan a trabajos que nunca hicieron, van a participar más de sus espacios de representación. «