Parece que la temporada de represiones llegó para quedarse.

Con más sospechas que sorpresa, esta semana se repitió casi calcada la metodología de las últimas jornadas de violencia institucional que se han vivido en Argentina (ay, cómo olvidar las corridas de diciembre de 2017 durante la discusión de la reforma previsional, qué miedo) y que, por lo visto, se seguirán repitiendo cada vez que las masas salgan a las calles. Bien podría publicarse en la sección Tendencias de cualquier medio con el título: «Reprimir está de moda».

Los operativos ya son tan previsibles que el miércoles por la mañana la única duda era a qué hora comenzarían los gases lacrimógenos y cuántos serían los detenidos. Por eso las Madres de Plaza de Mayo (con Hebe de Bonafini al frente), experimentadas y previsoras, hasta llevaron sus máscaras.

La movida suele ser más o menos así: una ley o una medida del gobierno genera protestas que son anunciadas con anticipación. Un grupo de encapuchados radicalizados se coloca a primera hora en estratégica primera fila para atacar a la Policía con piedras, palos o bombas caseras, durante el tiempo que haga falta, hasta que las fuerzas de Seguridad reciben la orden de avanzar. Los policías lanzan gases, usan los carros hidrantes, disparan balas de goma, golpean con palos y detienen a diestra y siniestra. Hay que reconocerles que agarran parejo, sin discriminar. Pobres, capaz entre la multitud se marean y ya no alcanzan a distinguir a los violentos de los manifestantes pacíficos. Puede pasar. Las imágenes se repiten protesta tras protesta: hay corridas hasta decenas de cuadras alejadas del Congreso para agarrar gente al voleo, aunque ni siquiera haya participado de la manifestación; policías amedrentan en bloque a todo aquel que se les cruce por el camino; los detenidos son mostrados sangrantes, golpeados, tirados al piso, esposados y amontonados. Un éxito. Después liberarán a la mayoría de ellos porque no se les pudo probar delito alguno, pero la vejación ya nadie se las quita. Nadie les dice un «usted disculpe».

Después de la represión se instalan dos relatos antagónicos e irreconciliables.

El gobierno y los periodistas afines repiten que el kirchnerismo y la izquierda se aliaron para generar violencia en las calles (es el discurso más exitoso). Hablan de enfrentamientos, disturbios, peleas o incidentes, jamás de represión. Ni lo mande dios.

La oposición, en cambio, denuncia que el gobierno atacó a los manifestantes para reprimir la protesta social que ahora se acrecienta ante la crisis económica.

Es algo así como «elija su propia aventura».

Que los opositores hacen su juego, como querer frenar determinadas sesiones, es cierto (les viene saliendo muy mal), tanto como la violencia de las fuerzas de Seguridad que en los últimos años innovaron y también pusieron de moda las agresiones y detenciones a periodistas, aunque se identifiquen como tales. Lo bueno es que el presidente ya dijo que nunca hubo más libertad de prensa en Argentina. Igual no deja de ser un extraño concepto de libertad que incluye despidos masivos, maltratos a los periodistas en las protestas, cierres de medios y la privilegiada distribución de la pauta oficial para la prensa afín.

La novedad de esta temporada, eso sí, es la xenofobia como tendencia. Los clásicos se repiten. Lo importante es detener a extranjeros y acusarlos de delitos sin pruebas para azuzar su inmediata expulsión en juicios exprés. Porque, como todos sabemos, en tiempos de crisis qué mejor que desviar la atención y echarles culpas a otros. Si son de diferentes países, mejor ¿no?

Lo único que no entiendo es la persistente indignación por los costos de reparar la plaza del Congreso después de cada represión, si al jefe de Gobierno le encanta la secuencia romper veredas-reparar veredas-romper veredas… hasta el infinito y más allá. Ahora que lo pienso, ¿no será él quien manda infiltrados para que rompan todo y así pueda dedicarse a su hobby favorito? La ministra de Seguridad tendría que investigar. Seguimos. «