Aníbal Suárez nació en Concepción de la Sierra, un paraje rural al sur de Misiones. Como la mayoría de los chicos de la zona, empezó a trabajar de tarefero apenas pudo mantenerse en pie. En las plantaciones de yerba mate, la explotación del trabajo infantil está naturalizada como un rasgo cultural.

Hace un año y medio emigró a Buenos Aires con la esperanza de escapar de la pobreza. Lo cobijó un tío en San Miguel del Monte. El joven mantuvo el apego por la vida rural. Le gustaba vestirse de gaucho y asistir a las domas. Pasó de changa en changa hasta conseguir empleo fijo en una chanchería. Le duró poco: la pyme cerró hace poco más de un mes, como miles, arrasada por el modelo económico de Cambiemos. Le pagaron 5000 pesos de indemnización.

En el tiempo que tuvo empleo fijo, el joven logró juntar unos pesos para comprar el Fiat 147 Spazio que en la noche del domingo 19 colisionó contra un camión en la Ruta 3. Al momento del choque lo perseguía, a los tiros, una jauría de policías bonaerenses que pocos días antes lo habrían apretado para robarle la indemnización. Su delito: no haber podido hacer la transferencia por falta de plata.

Aníbal murió casi en el acto, junto a otros tres pasajeros: pibes y pibas de 13 y 14 años que volvían de pasar un rato en la costanera del pueblo que el pibe misionero había adoptado como refugio.

Todas las tragedias argentinas resumidas en una tragedia que no fue accidental.

Los muertos de San Miguel del Monte son víctimas de un sistema que promueve la violencia de Estado como modo de contención del conflicto social. La corrupción policial y el gatillo fácil no nacieron con Mauricio Macri ni con María Eugenia Vidal, responsable de la maldita policía que el domingo se cobró cuatro nuevas víctimas. Pero sus gobiernos empeoraron las cosas. Macri, promoviendo la «Doctrina Chocobar», que les otorga vía libre a los uniformados para disparar a discreción. Vidal, convalidando el autogobierno de una fuerza que lleva décadas delinquiendo en banda.

Especialista en golpes de efecto, la gobernadora buscó capear la ola de repudio con la detención de una docena de policías implicados en la masacre. Cosmética electoral que maquilla las consecuencias, pero mantiene inalterables las causas.

¿Qué ocurriría si los efectivos desplazados argumentaran en su defensa que cumplían con el protocolo oficial que permite disparar sin dar siquiera la voz de alto? ¿O que siguieron el precepto presidencial de «ante la duda, la policía tiene que actuar» aunque «se puede equivocar, como todos»?

La masacre de Monte no fue un incidente aislado, o un daño colateral «en la lucha contra el delito», como sugiere la excusa oficial. Fue consecuencia de una política criminal de violencia, exclusión y ajuste que cae con mayor rigor sobre los pibes:

  • Según Unicef, el 48% de los chicos argentinos son pobres, como Aníbal y Rocío, la única sobreviviente de la masacre.
  • El 51,6% de las personas desocupadas son jóvenes de hasta 29 años, como Aníbal, según el Indec.
  • La mitad de las víctimas de gatillo fácil policial son menores de edad –como Gonzalo (14), Camila (13) y Danilo (13)–, determinó Correpi.

La gestión de Cambiemos se ensañó con los pibes al primer hervor. Santiago Maldonado y Rafael Nahuel murieron en operativos violentos ordenados, encubiertos y justificados por la ministra de Espionaje Ilegal, Demagogia Punitiva y Violencia Institucional, Patricia Bullrich. Era de esperar que eso derramara en tragedias como la de Monte. Es evidente que la culpa de esa barbarie no es sólo del uniformado cebado que apretó el gatillo: es, sobre todo, del gobierno que le dio licencia para matar. «