Ciencia y arte

Que no se te queme el asado, / el cuero puede ser el mío, / cuero curtido por la luna / que duerme sobre el río / de todos los ríos.

Andrés Calamaro, “El asado”

Ya lo sabe bien el lector de Ciencia que ladra: la ciencia es una manera de mirar el mundo, de arrancarle secretos a la naturaleza, de descubrir la razón escondida en las cosas de todos los días. Y si no es de todos los días, al menos que sea del fin de semana. O aunque sea de algún fin de semana.

Es que estamos hablando de una de las más sanas costumbres sociales a la hora de la ingesta, quizá tan antigua como la humanidad misma. Se trata del asado, pasión de multitudes, tecnología relativamente simple pero sin duda efectiva. Tan científico es este asunto de cocinar la carne en su punto justo, que es objeto de especulaciones e investigaciones de las más diversas disciplinas. Sin ir más lejos, existe una escuela antropológica que afirma que el asado es responsable de que nos hayamos hecho humanos, nada menos.

Lo cierto es que nuestra capacidad carnívora resulta bastante sorprendente: nuestras mandíbulas son débiles, nuestros dientes no son particularmente filosos, y hasta nuestras bocas son pequeñas como para darnos un festín en la jungla. Pero estas afirmaciones están lejos de ser un llamado al vegetarianismo: fragmentos fósiles de mandíbulas de homínidos indican que nuestros antecesores ya le daban a la carne con ganas. Aunque lo importante no es solo la carne: de pronto en nuestra historia evolutiva apareció el fuego… y todo cambió.

Según estos antropólogos, cocinar nos hizo especiales entre los primates: volvió más seguro el acto de comer, más deliciosos los alimentos y más fáciles la masticación y la digestión. Y, de paso, nos permite obtener más energía (y con menos trabajo) de esos mismos nutrientes; si el sistema digestivo funciona de manera más eficiente, quedan más baterías para el cerebro, lo cual dejó el camino libre para nuestra historia como personas. Nuestros lejanísimos primos gorilas, con su comida vegana y cruda, solo han podido desarrollar un cerebrito nada impresionante, aun comiendo la mayor parte del día; para llegar de un cerebro gorila a uno humano se requerirían unas cuantas calorías más cada 24 horas, y no alcanza el día para tanto (si no cocináramos, nosotros también andaríamos masticando toda la vida). Aún hay más: el fuego nos dio calor y seguridad, y tal vez haya tenido que ver con la pérdida del pelo corporal o, por qué no, con la sociabilidad que fue caracterizando a los grupos humanos.

(…)

Necesitamos lo obvio: un lugar para el fuego, las llamas mismas y la carne. Pero también condimentos, ensaladas, vino, una hamaca para la siesta y, de ser necesario, una pequeña provisión de tabletas efervescentes. Comencemos por el fuego, aquel enviado del Hades para nuestro provecho y satisfacción. Podríamos ponerlo, como buen criollo, en una parrilla construida con todo esmero a unos cuantos centímetros del suelo, que puede ser abierta, cerrada, desmontable o hasta con rueditas. Pero en caso de no contar con esta pequeña gran obra de arquitectura, el fuego podrá instalarse en el suelo mismo, a lo gaucho, o incluso por debajo, en un pozo que abrigará al asado como en una cuna.

Como se verá más adelante, la transmisión de calor de la llama al churrasco es un proceso de mucho cuidado: podrá ser directa si lo queremos algo chamuscado, y con la infaltable salsa de barbacoa de las series norteamericanas, o bien por conducción a través del metal de la parrilla, que si se utiliza bien asegura un bronceado parejo. Claro que podemos también imitar al sol y transmitir el calor por radiación a través del aire, como cuando se cocina un cordero en cruz, con la paciencia digna de un Buda de los suburbios. En todos los casos, como aprendimos en tercer grado al tapar una vela con un frasco, necesitaremos del aire para proceder a la combustión, tarea del agrado de los niños, que se esmeran en agitar improvisados abanicos de cartón, de madera, de chapa o de pala para residuos. Solo que luego de esta piromanía inicial, el aire seguirá siendo necesario: sin él no habrá fuego, sin fuego no habrá brasas, sin brasas no habrá asado y sin asado no habrá alegría, que es lo más importante. Una buena construcción, con la chimenea adecuada, asegurará un flujo de aire hacia la parrilla, y de humo hacia afuera y por arriba (no está de más recordar que el aire caliente es menos denso y tiende a irse hacia la chimenea sin que nadie lo eche, aunque una campana bien diseñada tiene mucho que ver con el tiraje del humo, los vientos o la casa del vecino). Existen numerosas referencias sobre la arquitectura parrilleril, y además el primer capítulo se encarga en parte de esta importante cuestión, por lo que no nos detendremos en ello.

Una vez asegurada la parrilla, queda la liturgia del encendido, que requiere estoicismo,  elementos adecuados, técnica y, sobre todo, mucha ciencia: la ciencia del fuego (aquel del que podría decirse que “tu misteriosa forma me lastimará / pero a cada segundo estaré más cerca / desafiando al rito / destruyendo mitos”). Atención, que esto requiere un curso acelerado de termodinámica. Más allá de los métodos (latas grandes, botellas con diarios anudados, hojas enrolladas, briquetas, ramitas, etc.), hay acuerdo en utilizar combustibles vegetales –leña, carbón vegetal, la cuna (sin pintar) del bebé que ya se afeita, etc.–, pero es una herejía el uso de materiales artificiales y reñidos con las buenas conductas como kerosene, nafta, trapos viejos, maderas pintadas o diarios particularmente conservadores. Como sea, con leña o carbón, no es el fuego nuestro mayor aliado, sino las brasas:

Junto al fuego del arriero

yo no sé lo que me pasa,

siento un calor aquí adentro.

Para mí que son las brasas.

Qué magia la del buen asador que sabe administrar las brasas: he aquí un hombre (o mujer) íntegro, seguro de sí mismo, gran manejador del tiempo y de conversación agradable. La brasa se forma rápido, en no más de media hora: el secreto es mantenerla y alimentarla, a veces taparla con ceniza para guardarla caliente y, en casos gourmet, dotarla de hojas aromáticas, frutas o hasta verduras (ajos, por ejemplo), que darán espíritu al humo y al calor asador (también hay quienes limpian la parrilla con naranja o limón, más allá de la tradicional frotada de grasa). Ojo: no se recomiendan estos francesismos en caso de estar haciendo el asado en compañía de rudos hombres de campo, que seguramente no aprobarán el procedimiento y uno quedará encasillado como bicho de ciudad para toda la vida.

Pues bien: ya está el fuego, y es hora de considerar qué ponerle encima. Si bien la historia comienza en las pródigas pampas, para nosotros, asadores urbanos, empieza en la charla con el carnicero o, usualmente, perdidos en las góndolas del supermercado. ¿Ternero, novillito, vaquillona, novillo o vaca? ¿Carne de vaca masajeada en Japón o madurada en seco? ¿Corderito, borrego, cordero o capón? ¿Cabrito, chivito, cabra o chivo? ¿Lechón o cerdo? ¿El ser ola nada? A riesgo de truculencia, vale recordar que la carne poco usada será más tierna, lo que equivale a cortes de animales más jóvenes, o poco ejercitados o de partes del cuerpo que se mueven poco (como el lomo). También influirá muchísimo el tipo de carne: como todo roedor humano sabe, lo más cercano al hueso es más sabroso y, además, la adecuada proporción de grasas y colágeno le dará al músculo el gusto deseado.

Busquen también algún bonito póster que represente los cortes de las carnes vacunas usadas en el asado, cuélguenlo en lugar visible y tendrán tema de conversación para toda la jornada. El buen comprador de carne no permitirá que le endilguen falda por asado, aguja por costeleta, carne vieja por joven, grasa amarilla (más vieja) por grasa blanca (más joven), o carne mal iluminada sin que se noten sus mil distintos tonos de rojo. Si bien no sabremos la historia íntima del animal, con el tiempo podremos ir averiguando fuentes, orígenes, edades y tiempo de faenamiento. Pero hay mucho más en la anatomía que lo que pueden unas costillas, tapas, cuadriles y matambres; allí están, por ejemplo, las achuras (palabra que podría provenir del quechua achura y, que significa “repartir”, y de la que deriva el maravilloso e imaginativo verbo “achurar”). Estas son las delicias de los estudiantes de Medicina de primer año, que podrán reconocer el timo (la parte que rodea el corazón ola que abraza la tráquea), el chinchulín y su continuación, la tripa gorda, el riñón (y habrá que esforzarse por encontrarla glándula suprarrenal, si la mantiene, o bien explicar, con el corte transversal adecuado, en qué consisten y a qué se parecen la cápsula, la corteza, la médula o la pelvis renal) o, en casos extremos, las ubres y las criadillas, fuentes de sesudos tratados endocrinológicos.

Pero olvidémonos de los médicos y volvamos al asado. Cuánto comprar es también factor de discusiones familiares: que si viene la nona, o los mellizos (que no dejan ni los huesos), o que la tía Eduviges come como un pajarito. El promedio del medio kilo por persona es un buen comienzo (ojo: esto es en total, combinando los diferentes cortes y achuras), pero habrá que afinarlo con la experiencia y el conocimiento propio y ajeno. Confiando en nuestro carnicero amigo, dejemos de lado aquí la necesidad de tiernizar los músculos y vayamos a los bifes. Aunque antes del acto de inmolación por fuego viene una de las preguntas más conflictivas de toda esta religión: salar o no salar, cuándo, cuánto y dónde. Comencemos por lo obvio: salar es necesario si pretendemos el gusto típico de la carne asada. En general convendrá siempre salar antes de cocinar, de manera que la sal se disuelva con el agua que va saliendo de las carnes y pueda penetrar en los músculos. Esta entrada salada va a depender, entre otras variables, del tamaño del trozo de carne: si es enorme, el interior (además de que puede no cocinarse adecuadamente) ni se va a enterar de que ahí afuera está medio salado. Si es pequeño, por el contrario, el exceso de sal podrá ser perjudicial para el sabor. Algunos, tal vez imitando recetas típicas de horno, bañan la carne en sal gruesa, para luego limpiarla antes de servir; otros prefieren ir bañándola en salmuera antes o durante la cocción. Para no generar aún mayores abismos entre las familias, sabiendo que hay quienes no se hablan desde hace décadas por un puñado de más o de menos de cloruro de sodio, preferimos no decir más y –parafraseando a Neruda– dejar que “cante, cante la sal, la piel de los salares, cante con una boca ahogada por la tierra”.

Tampoco hablaremos del punto justo y del color y consistencia de la carne de nuestros sueños, que se debe a las transformaciones de los músculos, del tejido conectivo, de la grasa y del colágeno, y también al tiempo de cocción (si se supera el ideal, es lógico que se evapore casi toda el agua y nos quede algo seco e incomible) y a la intensidad y distancia de la fuente de calor. Capuletos y Montescos podrán pelearse por el asado jugoso vuelta y vuelta o estilo suela de zapato, allá ellos. Pero también hay técnicas interesantes, como el famoso sellado –cocción intensa y breve para dorar la superficie que, contrariamente al dicho popular, no deja “los jugos” adentro ni cierra “los poros”, pero sí favorece una compleja modificación química llamada “reacción de Maillard” que genera miles (¡miles!) de sabores, olores y colores nuevos en las comidas–, o el ahumado con la madera adecuada, o los yuyos ocultos en la huerta y que no confesaremos a nadie. Claro que los secretos de los asadores son el manejo del fuego y el calor para cada carne: cocinar el asado hueso para abajo hasta que “pida” darlo vuelta, fuego más suave para los cortes sin hueso, tajear los trozos más grandotes para que penetre mejor el calor, quitar la grasa pero dejar un poquito y demás infidencias del chef dominguero. Las ciencias del asado con cuero, de la cocción en cruz, del disco de arado, del curanto y otras variedades son otro cantar, correlativo a la presente materia, que deberá ser aprobada previamente con no menos de 7 (puntos) antes de pasar a estas tecnologías de  avanzada.

Pero el asado es, también, sus circunstancias, que son tratadas en este libro como corresponde. Las ensaladas (seguramente del latín, herbasalata, o sea, “vegetales con cosas”) son una genial mezcla de botánica y de química, y las verduras también pueden ser protagonistas de la parrilla, aunque muchos asadores se quejen amargamente de que su único propósito será robarles el calor a las carnes. Hasta podremos contentar al amigo vegetariano (que no confesará a nadie que las verduras asadas seguramente se impregnen un poco de los vapores de sus vecinos cárnicos). Cómo cortar, cómo salar o aliñar, cómo combinar son artes en constante evolución, que merecen experimentar hasta encontrar la alquimia justa. Otra circunstancia sine qua non es el vino, compañero de juergas de la carne. El capítulo 6 es una breve introducción a la ciencia de las uvas fermentadas: viñedos, variedades, estilos, maridajes y hasta corchos. Nada diremos de la caída lineal (o a veces exponencial) de la calidad del vino que sirve el dueño de casa con el correr de las horas y de las botellas, ni de la alegría de comprobar, luego de la partida del último invitado, que dos o tres de las mejores ofrendas quedaron cerraditas y en la bodega personal (confiesen que es un placer oculto que todos nos damos…).

Agregamos también a esta ciencia del asado otras circunstancias no menos importantes y a veces algo olvidadas, pero aquí presentes en sendos apéndices. Nadie está exento del dolor de panza después de manducarse media res, y siempre es bueno saber el camino de todo bicho que camina, se asa y va a parar a la boca, el esófago, el estómago, el intestino y el inodoro. Olvídense de los pruritos, que uno es también su cuerpo y debe conocerlo, así como hacerse amigo de los millones de bacterias que, además, nos forman y nos ayudan a disfrutar más del vacío, los chorizos y la ensalada mixta. Claro que uno puede conocer el cuerpo íntimamente y aun así tratarlo con la mayor indiferencia, cosa que él nos recordará a la noche siguiente.

(…) «