La popularidad de la obra de John Ronald Reuel Tolkien (J.R.R. para los íntimos) está fuera de discusión. Hay quien sostiene que sus trabajos no sólo han sido los más leídos en Inglaterra durante el siglo XX, apenas detrás de la mismísima Biblia, sino que se encuentran entre los más leídos de la Historia. La Argentina no es una excepción y acá también acumulan la misma cantidad de fanáticos que en el resto del mundo. Es a través de ellos que muchos lectores han entrado en contacto, tanto con el género del fantasy como con el imaginario de las mitologías anglosajonas, germánicas y nórdicas. Pero en este país existe una figura emblemática hasta la omnipresencia, en cuyo universo literario estas mismas tradiciones culturales ocupan un lugar destacado. Se trata, claro, de Jorge Luis Borges.

Aunque nunca se conocieron, Borges y Tolkien fueron estrictos contemporáneos. El primero, nacido en Buenos Aires, era apenas siete años menor que su colega, quien había llegado al mundo en el Estado Libre de Orange, territorio que hoy forma parte de Sudáfrica, aunque vivió 78 de sus 81 años en el Reino Unido. A pesar de la distancia geográfica de sus orígenes, los puntos de contacto entre las biografías de ambos son numerosos. También las diferencias. El escritor e investigador Martín Hadis, borgeano empedernido, las enumeró con detalle en el artículo «Prodigios y ficciones: coincidencias y desencuentros entre Borges y Tolkien», publicado en 2009 en Hispamérica: Revista de Literatura. Ahí menciona la pasión que ambos sentían por la mitología germánica y anglosajona. Destaca también la rama inglesa de la familia de Borges, encarnada en la figura de su abuela materna, quien plantó en él el germen de la cultura británica. Pero como si se tratara de un espejo invertido, también recuerda el importante papel que jugó en la formación de Tolkien un tutor de ascendencia española, de quien heredó el amor por el idioma de Cervantes. Curiosamente a los nombres de este maestro (Francis) y al de la abuela de Borges (Frances) apenas los separa una vocal. En el juego de las diferencias entre estos dos de los más legendarios escritores del siglo XX, Hadis señala el carácter autodidacta del argentino y la formación universitaria de su colega inglés.

En cambio el terreno de sus obras parece no haber más que distancias y la coincidencia se reduce a la que puede trazarse a partir del vínculo que ambas poseen con aquellas culturas del norte de Europa. En especial con el corpus mitológico que las identifica. Y ahí se termina el acuerdo, porque incluso el modo en que ambos tramitaron ese vínculo no podría ser más distinto. Mientras que en el caso de Tolkien se convirtió en una influencia que define al universo literario de la saga El señor de los anillos, en Borges se trata de un objeto de estudio al que volvió no pocas veces. Y si el británico la aprovechó para escribir un corpus de novelas que incluye la llamada Trilogía del Anillo junto a El hobbit y los relatos reunidos en El Silmarillion, en las que hasta se percibe la estructura de las sagas que caracterizan a las mitologías nordeuropeas, el rioplatense eligió las herramientas del ensayo. Aunque también aparece en menor grado como una pieza más dentro de algunos de sus cuentos, ese fue el territorio elegido para darles forma a dos volúmenes escritos en colaboración: Antiguas literaturas germánicas (1951, junto a Delia Ingenieros) y Literaturas germánicas medievales (1966, con María Esther Vázquez).

Pero no sólo es esta diferencia en el género elegido para vincularse con esos universos mitológicos lo que separa a las obras de uno y otro. Existen además conceptos estéticos contrapuestos en la forma en que ambos parecieron entender y trabajaron sobre la materia literaria. Cualquiera que haya leído El señor de los anillos y los cuentos que integran El Aleph o Ficciones, los libros que plantaron el prestigio literario de Borges, sabrá aunque más no sea instintivamente que se trata de dos formas distintas, no sólo de abordar lo literario, sino de maneras palmariamente opuestas de plantarse frente al mundo, la fantasía y la realidad.

En el caso de la literatura borgeana ese motor es la duda. Y la conjetura es la herramienta elegida para transitar por los espacios que la aparición de aquella genera. En consecuencia, sus relatos tienen como escenarios distintas versiones del mundo que los personajes (y a través de su mirada también el lector) nunca terminan de comprender de modo cabal. No hay más alternativa que leer a Borges buscando un camino que permita entrar y (con suerte) salir de ellos tratando de entenderlos. Por su parte Tolkien escribe de manera concreta y asertiva, desde la certeza, aun cuando sus historias están plagadas de fantasía y de personajes mágicos que habitan un mundo mitológico. La obra del inglés encuentra sus raíces e inspiración en el imaginario mítico y sus historias conservan la lógica de los relatos del pasado, mientras que en Borges hay una matriz filosófica que actúa como impulso narrativo. Si Tolkien demanda un lector que acepte con fe religiosa las condiciones que propone su relato, en Borges las reglas parecen opuestas. En sus cuentos, el lector está obligado a cuestionar, a ir incluso más allá del universo propio del relato para indagar en cómo esas cuestiones modifican la percepción de su propio universo. Tolkien se para frente a la literatura como uno de esos viejos que en los orígenes del mundo juntaban a los jóvenes en torno al fuego para contarles historias que imponían una cosmovisión perfectamente explicada. Borges en cambio encarna el rol de un profesor de Filosofía cuyos artefactos narrativos obligan a sus oyentes a repensar por completo el orden cósmico.

Borges nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899, durante el invierno porteño. Era argentino. Tolkien era inglés, a pesar de haber nacido en el sur de África durante el verano austral, el 3 de enero de 1892. De haberlo hecho en el país de sus padres, a donde regresó a la edad de tres años, también hubiera nacido en invierno, como Borges. Por el contrario, la muerte de Tolkien sí ocurrió en Inglaterra, el 3 de septiembre de 1973, durante el otoño boreal. Curiosamente Borges también hubiera muerto en otoño de haberse quedado en su ciudad natal, pero eligió hacerlo en la primavera suiza, el 14 de junio de 1986. Hasta en esos detalles se oponen estos dos nombres notables de la literatura, que apenas parecen haber compartido ese amor apasionado por las mitologías germánicas, nórdicas y sajonas. Si existe un más allá, es probable que Borges no creyera en él y Tolkien sí. Pero si existiera, seguramente los dos viejos deben estar charlando en este mismo momento de héroes y de dragones.  «

Historias contadas desde las lápidas

Tolkien y Borges nacieron en el hemisferio austral, uno en el sur de África, el otro en Argentina, y murieron en Europa. El inglés en su país, en el pueblo de Bournemouth, y el porteño en Ginebra. Sus restos descansan en los cementerios de Wolvercote en la ciudad de Oxford y en el de Plaipalais, en la capital suiza. En sus lápidas también se cuelan las mismas diferencias que es posible reconocer entre sus obras. La de Borges fue esculpida en piedra por el artista Eduardo Longato. Simula ser una especie de dolmen y se encuentra repleta de símbolos que remiten al imaginario de las diferentes narrativas y mitologías del norte de Europa que tanto apasionaron a ambos escritores. Martín Hadis revela las complejas interpretaciones de estos símbolos en su libro Siete guerreros nortumbrios. La de Tolkien, en cambio, está realizada en un mármol de aspecto común e incluye además de su nombre el de su esposa Edith Mary, fallecida sólo 21 meses antes, quien se encuentra enterrada junto a él. Bajo el nombre de cada uno pueden leerse los de Lúthien y Beren, los personajes de una historia de amor incluida en El Sismarillon, que constituye uno de los relatos que dio origen a la saga de la Tierra Media. Muchos sostienen que la misma remite además a la historia de amor entre el escritor y su mujer. La propia lápida parece ser una prueba a favor de esa interpretación.