Fue el viento. Desde temprano se sabía que habría tormenta en Moscú este domingo, la que aumentaría el revoleteo de los mosquitos que se levantan desde el Móscova, el río que bordea al estadio Luzhniki. Al mediodía, los 26 grados se hicieron insoportables. ¿A quién beneficiaría el clima en la final?, era una pregunta. ¿A la Francia joven? ¿A la Croacia inconmovible? Un trueno retumbó con fuerza minutos después de que Antoine Griezmann diera el segundo latigazo de Francia, en un penal que pateó con tranquilidad uruguaya. El agua ya golpeaba sobre el techo del estadio, eran martillazos, se levantó una brisa. Francia fue la ráfaga, ese juego en el que parece no pasar nada y pasa de todo, un viento que atravesó Rusia hasta conquistarla, bajo una lluvia que empapó la entrega de la Copa, a Croacia, la selección a la que apodan fuego.

Tres días antes de la final se cumplieron veinte años de que Francia ganara la Copa del Mundo en su país, con Zinedine Zidane, con Liliam Thuram, con Didier Deschamps, el capitán que ahora comandó como entrenador a la selección que tenía el mandato del segundo título, de superar la pesadilla de Alemania 2006, el cabezazo de Zidane, la caída con Italia. Lo hicieron a su modo, con otro fútbol, con otros argumentos a los de la generación del 98. Francia voló en Rusia 2018. Deschamps se subió al olimpo de Franz Beckenbauer y Mario Zagallo, los otros que fueron campeones del mundo como jugadores y entrenadores.

Lo que era una noche croata fue una noche francesa. Croacia dominó en el juego, pasó línea por línea a su rival. Francia esperó el error, jugó al lanzamiento, a que Kilyan Mbappé hiciera lo suyo. A que Croacia se equivocara. Pero el que primero se equivocó fue Néstor Pitana. Tanto se buscó influencias argentinas en los equipos que quedaron el Mundial después de la eliminación de la selección que ahí hubo una. Pitana compró una caída de Griezmann. Marcelo Brozovic no lo toca. Pitana dio el tiro el libre. Siguió a eso otra falla, el cabezazo hacia atrás de Mario Mandzukic que se metió en el arco. El mundo pareció equilibrarse diez minutos después cuando Ivan Perisic, endemoniado, puso el empate. Pero el partido entregaría otro juego más para los números: otros diez minutos después, Griezmann pondría otra vez en ventaja a Francia por un penal de VAR.

Y paremos acá, frenemos esto como se frena el partido con el VAR. A Pitana le avisaron que algo extraño, algo que él no había visto, había sucedido en el área de Croacia después de un córner de Griezmann. Era una mano de Perisic. Pitana dibujó en el aire una pantalla y corrió a ver. Se paró frente al monitor como se para un creyente frente al altar, entregado a una repetición que indicaba que la pelota había pegado en la mano de Perisic. Pero Pitana dudaba, enfocado a la pantalla, con los brazos a los costados. Hasta que encaró hacia la cancha y se frenó. Algo le decían por la cucaracha. Miró otra vez y volvió. Estuvo un minuto así, los minutos de un Mundial, que siempre son muchos. Dio el penal. A esta hora, mientras se apagan las luces del Luzhniki, se recuerda que Pitana juzgó de manera contraria una mano del mexicano Javier “Chicharito” Hernández contra Suecia.

Las decisiones del árbitro sacaron de cauce el partido. Tampoco Croacia supo cómo resolverlo. Francia la vampirizó. Le fue sacando la sangre hasta agotarla. Luka Modric, elegido el mejor futbolista del Mundial, el balón de oro, conducía con el mismo aplomo de siempre, la pelota circulaba entre los croatas, se abría en la cancha, intervenía Iván Rakitic, pero todo se desembocaba hacia la nada, en la impotencia. Estaban en eso cuando desde el arco de Hugo Lloris, el arquero francés, apareció alguien corriendo. Tenía camisa blanca, corbata, pantalones negros. De pronto, eran cuatro. La policía salió a su búsqueda, el partido se frenó. La invasión se despejó arrastrando a las personas por el césped. Eran integrantes de Pussy Riot, un colectivo punk feminista, opositor a Vladimir Putin. Pussy Riot reivindicó el episodio y puso sus exigencias: libertad a presos políticas, fin de los arrestos durante protestas y que no haya gente en las cárceles sin motivo. Putin miraba desde el palco junto a Gianni Infantino.

Un rato después de la intervención, el partido se resolvió en seis minutos, con los gatillazos de Paul Pogba y Mbappé contra Danijel Subasic, el arquero que fue héroe en las tandas de penales pero que se venció rápido ante los disparos, casi sin estirar los brazos, como desganado. La final sólo continuó con algo de tensión por el error de Hugo Lloris, el arquero francés, que permitió a Mandzukic achicar la diferencia. Francia no fue más que eso. Croacia pudo ser más. La final de los goles no fue la final del gran fútbol.

La Francia de la banlieue, la de los hijos de inmigrantes, igual que en 1998, se quedó con el Mundial 2018. La comanda un francés que adopta modos rioplatenses como Griezmann, la empuja el talento de Mbappé, 19 años, revelación joven del torneo. Mbappé, que nació en los márgenes franceses, hijo de un camerunés y una argelina, refleja los efectos de la inmigración en el fútbol, los años de las colonias francesas. Como Pogbá, que nació en Lagny-sur-Marne, como N’Golo Kanté, que nació en París, como Blaise Matuidi, que nació en Toulouse. Después está la hipocresía, la de las políticas de los gobiernos europeos contra los inmigrantes, la de los votantes que hacen crecer a los Le Pen, a las Le Pen.

Griezmann levantó la copa bajo la lluvia torrencial. Había un paraguas y ese paraguas era para Putin. El resto se bañaba bajo la noche de Moscú. Como lo soñó Napoleón, Francia conquistó Rusia. Aunque no lo soñaba con fútbol. Desde afuera del Luzniki, entre el agua, explotaban los fuegos artificiales, los papeles dorados, eran bombas que impresionaban, no movían el estadio pero lo hacían temblar. Los franceses celebraban, escuchaban a Marc Anthony. Para los demás, para los que todavía están, pero también para los que hace rato que no están, sólo quedaba un cartel. Nos vemos en Qatar, decía.