Una de las virtudes más determinantes del trabajo de Omar Pacheco es que ningún espectador sale indemne después de ver una de sus obras. Las creaciones del autor y director suelen rondar temas escabrosos: el dolor, la violencia, la injusticia, la desigualdad, la brutalidad de un sistema impiadoso. No se trata de asuntos fáciles de ignorar, claro. Pero la diferencia sustancial que propone Pacheco es el tratamiento que les da a estos asuntos: los cuerpos que se mueven y estremecen casi sin recurrir al lenguaje, las sombras, el humo, la luz y la música como elementos fundamentales del discurso, un puñado de objetos que potencian mensajes profundos. La experiencia resulta tan movilizante que los finales de sus obras están marcados por un silencio hondo y revelador. No es momento para aplausos celebratorios: se impone la reflexión sobre lo que pasó y la huella que ya dejó en cada espectador.

Después de más de diez años con La cuna vacía –que sigue en cartel todos los viernes–, la flamante Dashua encarna a un Pacheco aun más extremo. Decidido a contar con tan solo dos actores, prescindiendo totalmente de las palabras y desplegando un juego de sombras y luces de enorme complejidad y capacidad expresiva. El autor y director puntualiza: «Dashua es el resultado de las recurrencias de una persona que escribe de una forma no muy consciente, pero atenta a cada detalle. Son cosas que vienen de mis sueños y pesadillas. El formato es más concentrado que en La cuna vacía y tiene un lenguaje todavía más universal. Trabajamos para no ser obvios. No creemos en el costumbrismo narcisista. Los personajes intercambian fonemas que terminan generando una dinámica mucho más rica que la de un texto tradicional».

Dashua se mueve entre lo onírico y el gesto descarnado, articula teatro, ciertos movimientos de danza y una aproximación cinematográfica en el manejo de los planos. No es una casualidad. Es un nuevo eslabón en una construcción estética de más de 35 años que le escapa a las convenciones. «Esta obra también nació porque me atormenta la violencia del hombre hacia la mujer, que se ejerce en lo íntimo y desde múltiples estructuras simbólicas y concretas», detalla Pacheco. Así las cosas, Ante (Valentín Mederos) somete a Mara (María Centurión) a una relación tortuosa atravesada por la religión y el poder. Tanto la música como ciertas formas sitúan las escenas en algún lugar del mundo árabe. «Es un perfume que me permite jugar con diferentes variables –aclara el director–. Lo importante es lo que pasa y cómo lo contamos. Trabajamos para encontrar la belleza estética en el horror. Solo así eludimos lo panfletario y vamos a lo más profundo».

La personalidad de Pacheco resulta imposible de ignorar. Pero al mismo tiempo es un militante del trabajo en equipo. Su método de «Teatro Inestable» se difunde a través de diversos seminarios y generó una masa crítica de jóvenes actores y artistas que apuestan a otras formas expresivas. «Sin ellos sería imposible –subraya el autor y director–. Recién terminamos de pagar un juicio por el ABL. Esto no es por el dinero. Queremos que armar más grupos que desarrollen estas estéticas y que se expandan. Trabajamos a futuro». Un Pacheco, dos Pachecos, muchos Pachecos: esa parece ser la apuesta.  «

Por afuera de las convenciones

Obsesiones (1988), Sueños y ceremonias (1989), Memoria (1993), Cinco puertas (1997), Cautiverio (2001) y Del otro lado del mar (2005) son algunas de las obras con las que Pacheco construyó su recorrido y mirada de una expresión multidisciplinaria que ensancha o trasciende lo que entendemos por teatro. Mientras tanto prepara La última vida, aún sin fecha de estreno. «No sé si lo que hacemos es teatro –reflexiona el autor y director–. Por lo pronto, no se parece en casi nada a lo que la mayoría de la gente considera como tal. Las definiciones estrictas ahuyentan al arte. Utilizamos técnicas y aproximaciones diversas para salir de la cultura del entretenimiento. De eso se trata».