El 16 de diciembre de 1998, tropas de Estados Unidos y Gran Bretaña iniciaron la denominada «Operación Zorro del Desierto», una campaña militar que buscaba, dijo el entonces presidente Bill Clinton, escarmentar al líder iraquí, Saddam Hussein, a quien se acusaba de tener armas biológicas de destrucción masiva que eran una amenaza para la humanidad. Viejo zorro el marido de la excandidata demócrata Hillary Diane Rodham Clinton: el ataque se inició a las 9:30 de la mañana de ese día, un par de horas antes de que en el Congreso se abriera el proceso de impeachment contra el mandatario estadounidense por el escándalo sexual con una pasante, Mónica Lewinsky.

Se sabe que el presidente tiene un poder muy limitado en la principal potencia del planeta. Lo padeció Barack Obama, que a duras penas pudo imponer una muy menguada ley de Salud, el único logro de su gestión de cara a la sociedad que lo había votado. Y lo padece Donald Trump, que se propuso cambiar la agenda que había quedado de su antecesor y se choca contra la pared del establishment político, estatal y mediático a cada paso. Como aquel zorro demócrata, el empresario inmobiliario electo por los republicanos patalea afuera de su país para disimular encrucijadas y tratar de torcer derrotas fronteras adentro. Lo hizo en Siria hace unos meses, cuando ordenó bombardear una base en respuesta a un supuesto ataque con armas químicas del gobierno de Bashar al Assad.

La escalada contra Corea del Norte viene desde el inicio de su gestión, y esta semana la puso al tope con su promesa de llevar el enfrentamiento con Pyongyan hasta las últimas consecuencias y su alarde del poderío nuclear de Estados Unidos en el aniversario de la destrucción de Nagasaki e Hiroshima . El viernes sumó a su lista a Venezuela. La frase que utilizó para amenazar al gobierno de Nicolás Maduro, palabras más palabras menos, fue que si tenía marines peleando lejos lejos, con más razón los podía enviar al país caribeño, que está más cerquita.  

Trump está en medio del acoso de los medios y la dirigencia partidaria por los canales de acercamiento que tuvo tanto él como sus parientes con delegados del gobierno ruso durante su campaña para llegar a la Casa Blanca. También tuvo un fracaso muy importante al no lograr que se apruebe una reforma crucial a la ley de Salud de Obama que le cambiaría radicalmente el sentido. Un fracaso que tuvo el rechazo de senadores republicanos clave como John McCain.

Las últimas encuestas aseguran que el 40% de la población no vería de mal modo que se sometiera a su presidente a un juicio político. Si en abril lanzar 59 misiles Tomahawk sobre la base de Shayrat podía dar a entender que no había la amistad con Vladimir Putin de la que lo acusaban, emprenderla contra Kim Jong-un le granjea simpatías en su aliado más firme, el Reino Unido, y en ciertos países de Occidente donde Norcorea es mala palabra.

El caso de Venezuela tiene otras particularidades. No fue Trump quien declaró al gobierno chavista como una de las «potenciales amenazas» para Estados Unidos sino Obama. Fue mientras negociaba con Cuba un acercamiento destinado a terminar con más de medio siglo de enfrentamiento estéril, como el mismo Obama declaró en diciembre de 2014.

La reanudación de relaciones era un intento por recomponer lazos con los gobiernos latinoamericanos pero también se debía a las presiones de empresarios estadounidenses, que habían visto perder oportunidades de negocios a 90 millas de sus cosas en beneficio de competidores de Europa y hasta de Canadá, su socio comercial en el NAFTA.

Trump demostró que quiere cambiar las reglas de juego en todos los órdenes y por eso quería acabar con el Obamacare, pero también con las alianzas estratégicas recibidas. No por capricho ni por cuestiones ideológicas, sino porque EE UU, al cabo, sufre la globalización como el que más y la única forma para romper con los compromisos es barajar y dar de nuevo. Eso no lo iba a poder hacer ningún «demócrata», herederos de los acuerdos establecidos desde el inefable Bill. 

¿Podría avanzar hacia una aventura militar en gran escala en Venezuela? Conviene acotar que las Fuerzas Armadas Bolivarianas están bien pertrechadas y las tropas permanecen encolumnadas detrás del gobierno, a pesar de los últimos embates de la oposición que buscan minar lealtades internas.

Los militares venezolanos no participaron de la ordalía de sangre de los años ’70 y conservan un prestigio que los uniformes de otras naciones no podrían despertar. Además, son hombres y mujeres surgidos de los sectores más humildes de la población; sus cuadros no son representantes de las elites que detentan el poder económico desde siempre y más bien aprendieron a mirarlas con desprecio. Por otro lado, luego de la elección de constituyentes, aunque hubo un intento de deslegitimar la cifra de asistentes, se comprobó que la mayoría de los venezolanos –incluso pudiendo ser críticos de Maduro– acudieron a las urnas desoyendo la propuesta de la oposición. Además, hay convocatoria a elecciones regionales, lo que abre un camino civilizado para dirimir una disputa, lo que quizás ya no es conveniente para los ultras del antichavismo que ansían sangre.

Las palabras de Trump podrían ser un intento de «darle una mano» a esas oligarquías que desde Argentina, Brasil, Paraguay y ahora Perú, buscan derrotar a la revolución bolivariana para terminar con ese símbolo «maldito»  de otra forma de democracia popular y de integración regional. Pero un intento contraproducente.

Este viernes, mientras Trump lanzaba su diatriba contra Caracas, cuatro senadores estadounidenses hicieron pública una carta en la que le advierten que está bien sancionar a personalidades del chavismo, pero que tenga cuidado en ir demasiado lejos porque eso podría fortalecer al gobierno de Maduro o «dejarlo en manos de China y Rusia». Hablaban específicamente de no dejar de comprar petróleo pero también de no cerrar la venta de insumos a Venezuela. No sea cosa de perder más negocios. «