Un chiste que circulaba hace un año es que por primera vez en la historia de Estados Unidos una familia de millonarios blancos ocupaba una vivienda pública que recién había dejado una familia negra. Si la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca había sido una gran anomalía en la vida política de ese país, ni qué decir sobre lo que Donald Trump hizo en estos 366 días por cambiar reglas de juego que parecían inmutables y con las que logró encolumnar en su contra a la gran prensa, la burocracia estatal, los servicios de inteligencia y organismos internacionales. 

El paso de Obama por el máximo cargo del país representó, en gran medida, una forma de reconocimiento de que Estados Unidos ya no podía defender la hegemonía absoluta de la que había gozado desde la caída de la Unión Soviética. Trump, en cambio, ganó la presidencia con la promesa de «América First» y avanza a pasos agigantados hacia un aislacionismo que retrotrae el reloj biológico de la nación a la etapa previa a la Segunda Guerra Mundial.

Desde ese lugar se puede entender cada uno de los pasos que el polémico empresario viene poniendo en práctica desde el 20 de enero de 2017. Desde el enfrentamiento con los grandes medios periodísticos tradicionales hasta la retirada de Estados Unidos de tratados internacionales o los desplantes a líderes de países aliados sin el menor prurito diplomático. Una política que lleva a fuertes cuestionamientos del establishment, que destaca y aborrece posturas fuera de las normas de convivencia del mandatario.

Es así que el The New York Times, por ejemplo, advierte ácidamente que la «fanfarronería, beligerancia y tendencia al autoengrandecimiento del presidente no sólo le cuesta a Estados Unidos apoyo mundial, sino que también lo aíslan». Lo que para analistas de toda laya acelera la debacle de un imperio construido en los últimos 70 años alrededor del planeta.

«La arquitectura del orden mundial que Washington construyó después de la Segunda Guerra Mundial no sólo fue formidable sino, como Trump nos enseña casi a diario, sorprendentemente frágil», abunda Alfred McCoy, docente de historia en la Universidad de Wisconsin-Madison y autor de Shadows of the American Century: «The Rise and Decline of U.S. Global Power» (Sombras en el siglo estadounidense: auge y caída del poder global de EE UU) y The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade (Política de la heroína: complicidad de la CIA en el comercio global de las drogas). El académico enumera parte de esa arquitectura en un artículo con un título más que sugestivo: «Cómo construir un muro y perder un imperio». La Organización de Naciones Unidas, el Fondo Monetario Internacional, el GATT de 1947 que luego devino en la Organización Mundial de Comercio, la OTAN y hasta la Corte de Justicia de La Haya. Ya a los bordes de este siglo, se pueden agregar el NAFTA, el acuerdo de libre comercio con México y Canadá, y los tratados que Obama intentó con los países de la cuenca del Pacífico (TPP), con los de la Unión Europea y los de cambio climático de París.

Como para que quedara bien en claro de qué iba su gestión, desde el primer día de su campaña Trump atacó con fiereza a los inmigrantes y, ya en el Salón Oval, insiste –a pesar de la opinión en contrario de miembros de su propio Gabinete– en que construirá un paredón en la frontera con México y la tendrán que pagar los propios mexicanos. Y desde que tomó el cargo, rompió con el TPP, con el Acuerdo de París y casi se llevó puesto el que firmaron los cinco países que integran el Consejo de Seguridad de la ONU y Alemania con Irán para el control del plan nuclear del país persa. Lejos de amilanarse por esta frustración, desempolvó una vieja ley de 1995 que ningún gobierno se había atrevido a poner en vigencia, reconoció a Jerusalén como capital de Israel y anunció el traslado de la Embajada de EE UU a esa histórica ciudad.

Cierto que todas estas medidas contra la corriente de los últimos gobiernos estadounidenses van produciendo ese rechazo internacional que avizoran los analistas de la política exterior tanto como los medios más representativos del país y parte de lo que se llama el «estado profundo», esa burocracia que por décadas mantuvo el derrotero del país más allá de quién estuviera sentado en los controles.

Pero en la historia de Estados Unidos siempre hubo una dualidad muy marcada entre la tendencia al imperialismo y al aislacionismo. Vale recordar que es recién desde diciembre de 1941, con el ataque a Pearl Harbour y el ingreso a la Segunda Guerra Mundial, que EE UU aceptó ocupar plenamente el rol de gendarme de Occidente. Y eso porque del otro lado aparecía el cuco de una potencia comunista que había derrotado al nazismo y se había extendido por gran parte de Europa.

Sin la URSS en el horizonte, Trump –más allá de una personalidad emocionalmente inestable, como señala Michael Wolff en Fuego y furia– prometió dejar de ocuparse de problemas externos y se jacta de hacer lo necesario para cumplir con esa compromiso. Es así que irrita a los alemanes cuando dice que deben pagar por su propia seguridad en la OTAN y no tiene empacho en amenazar con represalias a los países que rechacen su decisión sobre Medio Oriente. Después de todo, en la entreguerra Estados Unidos no formó parte de la Sociedad de las Naciones, el antecedente de la ONU creado a instancias del presidente Woodrow Wilson, quien sin embargo no logró convencer a la opinión pública de la necesidad de participar. Si no fuera porque la sede de la ONU está en Nueva York, quizás ya hubiese dado un portazo, como ya hizo en una de sus dependencias, la Unesco.

Pero como nada es gratis, a Trump lo atacan por sus presuntas relaciones con el gobierno ruso, que le habrían facilitado información útil para denostar a su contrincante en las elecciones de noviembre de 2016, Hillary Clinton. Eso, más una nueva avalancha de denuncias de abusos sexuales a lo largo de su vida, son los alfiles que mueven sus opositores para alejarlo del poder.

Trump es un personaje molesto para ese imperio que, aunque decadente, todavía está sentado sobre el mayor y más destructivo arsenal de la historia de la humanidad y mantiene tropas y pertrechos en cerca de un centenar de bases militares diseminadas en todo el globo terráqueo. Molesto hasta para los mismos republicanos que lo llevaron como candidato con un broche en la nariz, pensando que no podía ganar. «