No hay sorpresa en el triunfo del todopoderoso Recep Tayyip Erdogan en las elecciones presidenciales turcas del pasado domingo, no hubo batacazo ni épicas remontadas. Existió simplemente el predecible resultado de la victoria oficialista del sultán, aquel que entre 2003 y 2014 fue Primer Ministro y que desde entonces es presidente. 

Tres veces el mandamás convocó a modificar la Constitución Nacional turca en apenas diez años. La última fue en abril de 2017, cuando el país pasó de un régimen parlamentario a uno presidencialista, otorgándole cada vez más poder a un Erdogan que ahora gobernará hasta 2023 y podría postularse para continuar hasta 2028.

El mismo Erdogan decidió adelantar las elecciones pautadas para noviembre de 2019, oficialmente para facilitar la aplicación de las enmiendas constitucionales. 

Pero pueden existir otras razones. Por un lado, la economía turca no se encuentra en las mismas condiciones que durante los primeros años del sultán en el poder, a principios de siglo. Por entonces la inversión pública llevó a un importante crecimiento. Hoy la lira acumula una década de caída ininterrumpida y tan sólo en los últimos dos meses su valor se ha desplomado un 20%. Al aumento constante de los precios (especialmente en el rubro alimenticio) se le suma una deuda externa cada vez mayor. Si la situación económica es tan compleja en 2018, quizás Erdogan no quería arriesgarse a esperar a 2019.

Otro posible justificativo para adelantar las elecciones tiene que ver con la oposición. La alianza encabezada por el Partido Republicano del Pueblo (CHP) obtuvo poco más del 30% de los votos, muy lejos del 52% del oficialismo, pero también una cifra para nada despreciable. De hecho, fue la mejor elección para el CHP en más de 40 años. Siete de las ocho provincias en las que se impuso el CHP se encuentran en el extremo occidental de Turquía.

De los demás partidos que formaron parte de la Alianza Nacional, la mayoría comparten una postura que mira a la Unión Europea, más secular y con tendencia socialdemócrata. Aún así también aparecen organizaciones como el Partido de la Felicidad, sumamente conservadora y con una profunda identidad islámica. Lo único que lo une al resto de la alianza es la oposición a Erdogan. El crecimiento de una oposición heterogénea pero cada vez más fuerte podía significar una amenaza para el gobierno. Adelantar las elecciones es limitar los tiempos de campaña y organización.

El tercer puesto quedó para el Partido Democrático de los Pueblos, que representa a la minoría kurda, obtuvo algo más del 8% y ganó en diez provincias, todas ellas en el sudeste del país. El candidato presidencial Selahttin Demirtash está en prisión preventiva desde 2016 por “difundir propaganda terrorista”. Y no es el único. Tras el intento de golpe de estado de ese año, Erdogan declaró el estado de emergencia. A partir de entonces se ha restringido notablemente la libertad de prensa, de expresión y otras garantías constitucionales. Desde 2016 el gobierno ha encarcelado sin condena a más de cincuenta mil opositores. Pese a esto, ningún observador internacional cuestionó los resultados electorales, de hecho fue destacada la importante participación, que alcanzó el 85% de los votantes. Sí fueron mencionadas las condiciones desiguales durante la campaña, que significaron un menor acceso de la oposición a medios de comunicación y una participación limitada en el espacio público.

Parece haber quedado muy atrás el Erdogan que gobernó Turquía a principios de la década pasada, cuando se constituyó como un fuerte aliado de occidente. Habían pasado pocos meses del ataque a las Torres Gemelas y faltaban apenas seis días para que comenzara la guerra de Irak. La forma en la que encararon la guerra en Siria la OTAN y Turquía prueba que el cortocircuito entre ambos es ya muy importante, quizás irreversible. No es casualidad que el primer mandatario en contactarse con Erdogan para felicitarlo haya sido el ruso Vladimir Putin. Mientras tanto, juegan un papel fundamental a nivel local e internacional los tres millones y medio de refugiados sirios que han sido acogidos por Turquía.

Las condiciones políticas, económicas y sociales en Turquía han cambiado, la oposición crece y la represión se vuelve moneda corriente. Cabe preguntarse entonces qué le espera a Erdogan en los próximos cinco años que se vislumbran complejos. El domingo por la noche, en su discurso de victoria, habló de llevar al país a convertirse en una de las diez principales economías del mundo para 2023, cuando termine su mandato. Ese año se cumplirá un siglo del nacimiento de la República de Turquía de la mano de Mustafa Kemal Ataturk, presidente que promovió el secularismo y convirtió a aquel vetusto Imperio Otomano en un país moderno. Hoy, mientras Turquía se vuelca cada vez más hacia la derecha, hacia el islamismo y el nacionalismo más extremo, pareciera que la visión de Ataturk se difumina día a día.