Solemne, pomposo y sobre todo hierático. Así luce el zar Nicolás II en el retrato que decora uno de los ambientes de la Catedral de la Santísima Trinidad, en San Telmo. La sala de reuniones en particular, y el templo en general, son un viaje en el tiempo a la Rusia presoviética. No lejos del lienzo, las paredes tapizadas exhiben documentos tatuados en eslavo. También fotos viejas, íconos religiosos y hasta un corpulento pasaporte emitido en los años previos a la abdicación del último de los zares. «Es imposible separar al zarismo de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el Extranjero. Fundamentalmente, porque llega a la Argentina durante la época imperial», explica el presbítero Alejandro Iwaszewicz, responsable del templo y máxima autoridad en estas pampas de la mayor de las iglesias ortodoxas orientales del planeta. 

Llega algo agitado al encuentro, luego de dejar a su hijo en la escuela. El infernal tránsito porteño no respeta credos ni religiones. «También me demoré porque tuve que comprar flores. Hay que ir preparando las Pascuas, este año coinciden con las romanas, el 16 de abril», confiesa el atareado pastor, mientras asciende por una escalera caracol de madera que conduce a la nave central.

El olor a incienso perfuma el ambiente. Iwaszewicz camina con parsimonia frente al imponente iconostasio, coloca una vela en un candelabro y reflexiona: «Poco antes de que mi padre Valentín se ordenara sacerdote, mi abuela, una campesina sencilla pero muy sabia, le dijo: ‘Hijo, nunca olvides que todas las grandes obras se han hecho con las promesas de los poderosos, pero con el trabajo y el dinero de los pobres’. Lo cuento para mostrar la diferencia en cómo se levantó esta catedral, con un aporte muy importante de la Casa Real rusa. El zar no mandó dineros del Estado; donó dinero de su propio bolsillo. Eso marca un camino.» 

Guerra y paz

Alejandro comenzó a recorrer el camino religioso desde la cuna. En el templo que lo vio nacer. Su padre, el arcipreste Valentín Iwaszewicz, había dejado la convulsionada Bielorrusia en los primeros días de la avanzada nazi sobre territorio soviético. «Mi familia huyó de Polesia durante la ocupación alemana. Vinieron a hacerse la América. Mi padre tenía apenas un año», explica el misionero. Se instalaron bajo el cielo de Pompeya. Desde joven, Valentín tuvo inquietudes religiosas. Se hizo monaguillo y su fe creció bajo el ala del presbítero Constantino Izrastzoff, padre fundador del icónico templo. Con el tiempo decidió ordenarse sacerdote y dedicar toda su vida al Señor. Se casó, tuvo hijos y comandó la iglesia de la calle Brasil hasta su muerte.

«¿Y cómo comienza mi vocación religiosa?», se pregunta Alejandro, junta sus manos como si rezara y cuenta: «Los rusos tenemos un dicho: ‘Tener un hijo no es tener un hijo. Tener dos hijos es tener medio hijo. Y tener tres, en realidad, es tener uno solo.’ Eso se explica porque uno de tus hijos va a servir a las órdenes del zar, el otro a Dios y el tercero se queda en casa. En mi caso no funcionó así. Tuve libertad para elegir mi vocación.» Luego de terminar la secundaria en el Pueyrredón, de la calle Chacabuco, supo que no le atraían ni la arquitectura ni el derecho terrenal. Mucho menos la fría contabilidad. «Me gustaba la música, cantaba en el coro de la iglesia –recuerda el hombre de la sotana negra–. Entonces le pedí la bendición a un obispo y me fui a estudiar a un monasterio de Estados Unidos.» En 1995 se ordenó sacerdote. En paralelo, se ganaba la vida como traductor e intérprete, a partir de la apertura comercial entre la madre Rusia y América, que disparó la Perestroika. 

Desde hace algunos años pilotea con dedicación full time los destinos de la catedral. Se encarga de los celestiales oficios de la fe pero también de los oficios terrestres. «La situación demográfica de la parroquia cambió radicalmente en los últimos tiempos. Éramos tres sacerdotes, dos diáconos y tres lectores. Pero un día murió mi padre. Luego, un sacerdote, que era viudo, se volvió a casar, y entonces perdió el sacerdocio. Otro diácono también falleció, y uno de los lectores se ordenó, pero para la Iglesia Serbia. Ahora quedé yo solito», explica Alejandro, hace silencio y agrega, mirando la cúpula: «Tres años atrás creíamos que teníamos el futuro asegurado, pero hay que entender que el mundo cambia de forma drástica. La juventud es muy huraña, está alienada, mucho con el telefonito, la computadora… Es un mundo virtual. La vida en la iglesia implica que el hombre tenga su mente y su espíritu dirigidos a Dios, pero los pies bien plantados en la tierra, y eso es un problema hoy en día. Sin embargo, no bajamos los brazos. Tenemos esperanzas en que Dios puede ayudarnos, que puede hacer brotar agua de las rocas”.

Constructivismo ruso

La Catedral de la Santísima Trinidad abrió sus puertas el 19 de octubre de 1901, con la presencia del presidente Julio Argentino Roca. Las crónicas de época cuentan que ese día el templo estuvo engalanado con palmas y una gran orquesta aportó la banda de sonido desde la vereda. El arcipreste Izrastzoff dictó su sermón en español y el coro cantó el himno ortodoxo »Muchos años». La satírica Caras y Caretas le tomó el pelo a Roca, porque el himno auguraba muchos años de vida y el mandatario ya transitaba sus últimos días en el poder. 

«En esa época, San Telmo era lo más chic, tenía mucho prestigio. Pero también estaba cerca del puerto y era una zona de migrantes», comenta el presbítero, mientras enciende unas delgadas velas. Los planos del templo fueron proyectados en San Petersburgo, con diáfanas influencias del estilo moscovita del siglo XVII. Para ornamentarlo, el zar Nicolás II, la zarina Alejandra y otros nobles enviaron 65 cajones y barriles con piezas artísticas y religiosas. Condujo la obra el arquitecto noruego Alejandro Christophersen, autor de sublimes edificios porteños, como la fachada del Café Tortoni. Desde el Parque Lezama pueden apreciarse las cinco cúpulas acebolladas de color azul que coronan el templo. Las cruces las guían, mirando siempre hacia Oriente. 

El iconostasio forjado en mayólica deslumbra en la nave central. Lo armaron los mismos artesanos gallegos que trabajaron en el Palacio de Aguas Corrientes, en la Avenida Córdoba. Está decorado con íconos de estilo bizantino dignos de Andréi Rubliov. Alejandro enciende otra vela: «Rusia recibe de Bizancio la fe, pero también el arte. Lo curioso es que los artistas rusos lo perfeccionan. Es como el ballet. Mi padre siempre decía que los franceses llevaron el ballet a Rusia. Pero con el pasar de los años, los alumnos superaron a los maestros. Cualquier bailarina que quería tener prestigio, se rebautizaba como Pavlova.”

El método ortodoxo

Mientras posa para la foto, Iwaszewicz resalta la lenta resurrección que ha tenido la Iglesia Ortodoxa en Rusia tras la caída del comunismo. También reconoce los vínculos simbióticos que mantiene la religión con los gobiernos de turno. Los años de Putin no son la excepción. «En los ’90, allá la gente en la calle no me trataba bien. Pero la última vez que fui a Moscú, estaba haciendo una larga fila para comprar un café, y de repente el encargado de seguridad me llamó y me hizo pasar al frente. Me decían: ‘Pase, batiushka’–padrecito–. La misma forma en que el pueblo llamaba al zar», saca pecho.

Alejandro vive en las instalaciones del templo, junto a su mujer y sus hijos. «Cuando eran muy chiquitos, era complicado explicarles que con solo cruzar una puerta, entraban en un espacio distinto. Donde no podían jugar al fútbol o poner música. Pero con el tiempo se acostumbraron», explica. «También hay gente que, al saber que uno vive aquí, toca timbre porque necesita una palabra de aliento. Hace algunos años, sonaba el timbre a la madrugada, y desde el portero se escuchaba una voz en ruso, que decía que necesitaba rezar o prender una velita, porque un familiar había fallecido al otro lado del océano. Este lugar es un puente, un pedacito de Rusia en Buenos Aires. Siempre funcionó así.» «