Iowa, Estados Unidos

Hace cuatro meses que está militando en Iowa. Se levanta a las 7, desayuna un cigarrillo y vuelve a casa a las 11 de la noche. Está seguro: “Gana Hillary. Te lo digo a vos. No se lo decimos a la gente porque no va a ir a votar y ya sabés…”

Una joven militante ecofeminista que no lo conoce y que bancó hasta el final a Bernie Sanders afirma lo mismo: “No puede ganar. La única posibilidad que tiene es a través de estados como Iowa. Pero no creo que le alcance la diferencia. Lo que me preocupa es que el tipo gane el voto popular.”

Hay visiones aún más jugadas: “Yo estoy convencido de que la candidatura de Trump está arreglada con los Demócratas. Es impresentable. Era la única manera de que ganara alguien como Hillary”, afirma un suspicaz millenial latino que hace poco consiguió la ciudadanía.

Los tres jóvenes progresistas no innovan en los diagnósticos que circulan los días antes de la elección.

El Washington Post declara: “Seamos honestos, la elección presidencial ya está resuelta, ahora lo que está en juego es el Congreso”. Lo dice inmediatamente después del tercer debate entre los candidatos.

Todo el complejo mediático dio por ganadora a Clinton en los tres episodios de la saga. Y hasta el domingo 6 de noviembre, todas las encuestas le dieron el triunfo. Hasta Wall Street emitía señales acerca del “peligro” de que el magnate llegara a la presidencia, mientras referentes del Partido Republicano declaraban que no iban a votarlo cuando se destaparon las grabaciones en las que el hombre de la peluca platinada desplegaba toda su misoginia.

Es más: oyentes conservadores llamaban a la radio para maldecir a esos dirigentes por no apoyarlo para derrotar al clan Clinton y al negro Obama. Y 15 días antes de los comicios, el propio Donald afirmó que la elección estaba “arreglada”: síntoma de alguien que no va a ganar. O sea, hasta hace pocas horas, el que esperaba un milagro era Trump. Y le llegó.

Los afroamericanos, los latinos y los asiáticos no apoyaron a Hillary como a Obama en su momento.

Con la blonda de Illinois no hubo esa conexión de piel que con el negro de Hawaii. Pero además, ni siquiera el voto femenino se inclinó tan mecánicamente por la candidata demócrata como se esperaba.

Del otro lado, el enigmático y disperso gigante de la clase obrera blanca norteamericana participó más de esta elección que de las anteriores, y junto con el contingente farmer –blanco también– sellaron su victoria contra lo que consideran no sin razón como el establishment financiero, mediático y político de los Estados Unidos. En una palabra, las minorías se achicaron, y las mayorías se agrandaron. 

La fuerza del mensaje de Trump fue la misma que la de Obama en 2008. Es decir, la promesa de un cambio. Sanders lo tuvo mucho más claro que Clinton. Sin ir más lejos, el sábado pasado aterrizó tres horas en Iowa para alentar a su tropa: “El martes votamos a Hillary, ¡y el miércoles seguimos luchando para cambiar América!”

Su discurso es el que captó los corazones rebeldes de los jóvenes de Occupy Wall Street y otras expresiones de lucha que crecieron en Estados Unidos luego de 2008. Aunque no sabemos si hubiera llegado a tocar algún nervio sensible de esa extraña clase obrera blanca, algunas encuestas indicaban que de enfrentarse a Trump, Sanders habría tenido más chances de ganarle que Hillary. En cualquier caso, su propuesta también era un cambio. Un cambio verdadero.

El dato es que todo lo que está en el centro, lo “políticamente correcto”, lo establecido, lo relacionado con el estado actual de las cosas, está en crisis. Desbordan reacciones conservadoras y progresistas. Pero nuevas. Están naciendo una nueva derecha y una nueva izquierda.

Un cambio generacional profundo que corta todas las tendencias políticas con un nuevo lenguaje. La vidriera de este corte vertical y horizontal es el cuádruple empate entre todas estas tendencias: España, otra vez oficiando de experimento político mundial. Pero la pulseada no la están ganando ni Sanders ni Iglesias: la está ganando “la derecha de lo nuevo”: de aspecto moderno, liberal en el frente interno y proteccionista hacia afuera.

Y en muchos casos con base en los obreros fabriles que vieron desindustrializarse a sus países con el auge manufacturero asiático y la competencia por los puestos de trabajo con inmigrantes de países raros y lejanos que trabajan por menos que ellos.

Algo así como la globalización vista por los de abajo en la parte de arriba del mundo.

A las 21 horas del martes estaba prevista una fiesta en la ciudad de Ames, Iowa, para “festejar otro triunfo Demócrata y ser parte de una victoria histórica”. Ya para las 23:00, lo que es histórico es la derrota y la tristeza no se corta con nada.

Un paisano con sombrero de cowboy y bigote grueso mira fijo un porrón de cerveza. Un viejo profesor de Historia no se cansa de recordar que el fascismo también ascendió con apoyo obrero. Los candidatos locales saludan y agradecen a la militancia conteniendo las lágrimas. Los silencios se cortan con aplausos ante alguna buena noticia que no cambia nada.

Poco a poco cada uno se va a bancársela a su casa. Afuera la noche está fría y cerrada. Y nos plantea el desafío de entender un mundo nuevo, para transformarlo en mundo mejor.