Han ocurrido algunas cosas alarmantes en los últimos días. Una de ellas fue la entrevista en off que dio Luis Lacalle Pou, el presidente electo de Uruguay, al diario montevideano El Observador. Allí Lacalle anticipaba que apenas asuma –en marzo próximo– va a impulsar medidas de desregulación migratoria y bancaria para permitir que «unos 100 mil argentinos» puedan establecer su residencia fiscal en Uruguay. Obviamente, la invitación es para 100 mil argentinos y sus dólares. Pocos días antes, la revista dominical de un histórico diario argentino publicaba una nota de tapa sobre historias de argentinos que inician «una nueva vida» en Uruguay. No tan nueva: se trataba, finalmente, de antiguos veraneantes en Punta del Este que decidían mudar allí sus patrimonios y contabilidades sin perder el nexo con su patria de origen, que era Buenos Aires.

Uruguay es, desde hace largos años, el paraíso fiscal de la clase media-alta argentina. No de los supermillonarios, que son quienes hacen los grandes negocios con el Estado argentino y suelen tener sus patrimonios bien lejos del continente. La clase media alta está integrada fundamentalmente por profesionales y propietarios que sí tienen sus vidas económicas integradas al país, pero que al mismo tiempo ensayan recurrentemente estrategias diversas para escapar de nuestra volatilidad macroeconómica y cambiaria contemporánea. Su refugio tiene diversas denominaciones pero siempre se refiere, invariablemente, al amigo dólar. Cuando dijo «100 mil» fue evidente a quiénes les hablaba el presidente electo uruguayo. No se dirigía a los supermillonarios –banqueros, dueños de las grandes industrias, fondos exportadores de soja–, sino al reconocido médico cardiólogo, al dueño de la fábrica de pastas con sucursales o al gringo propietario de un campo de 500 hectáreas en Balcarce, todos los cuales tienen un nivel de vida claramente superior al argentino promedio, y trabajan para ello, pero hoy están afectados por el impuestazo solidario que se les viene. Esos son los que vienen realizando consultas a abogados y contadores acerca de cómo obtener la residencia fiscal en Uruguay. Esto significa, también, que esa clase media-alta está pensando en ya nunca más traer sus capitales al país, ni siquiera con un blanqueo que les ofrezca bifes de chorizo gratis en las parrillas de Puerto Madero.

Esto es dramático: a diferencia de otros países en crisis social, en Argentina se quedan los pobres pero migran los más acomodados. Están huyendo. Pero cierta parte de la sociedad parecería no medir lo que trae aparejado este tipo de migración de los propietarios. Algo de esa negación se pudo ver en la renuencia del progresismo a hablar de «ajuste». Porque «ajuste» se asociaría políticamente a medidas de incautación de los ingresos de los más vulnerables, y estas medidas impositivas estuvieron, focalizadas en aumentar los impuestos a la clase media alta, a quienes pueden pagar. Algo que se justifica solo, por default, como si se tratara de una justicia social automática. «Alemania y Francia salieron de la posguerra con impuestos extraordinarios a quienes se habían enriquecido durante la guerra», dijo alguien. ¿Pero es esto lo mismo? ¿Los que están sufriendo el impuestazo son acaso los responsables del endeudamiento del Estado, o de su crisis fiscal? ¿Por qué la clase media-alta, al igual que otros afectados de clase media –monotributistas, jubilados de mayores ingresos, etc.– no pueden sentirse injustamente tratados por tener que pagar más?

No pondría a Alberto Fernández en este grupo de progresistas «negacionistas del ajuste». El presidente, en una entrevista periodística, planteó las cosas en términos más reales: «Si poner las cuentas en orden es un ajuste, entonces estamos haciendo un ajuste», dijo. Ahora, le faltaba un adjetivo para explicar cómo es el ajuste que se está haciendo. No es el ajuste habitual basado en tarifazos, recortes de jubilaciones y congelamiento de salarios, lo que cae directo sobre los bolsillos del trabajador promedio. Esta vez se ajusta más arriba. ¿Lo llamamos ajuste redistributivo? ¿Ajuste solidario?

Se busca recaudar más para pagar la deuda. Argentina enfrenta fuertes vencimientos, y para demostrar capacidad de pago en el marco de la renegociación con el FMI y los acreedores privados necesita tener superávit fiscal. Es decir, recaudar más de lo que gasta. Redistributivo no encaja bien, porque ese superávit buscado no iría a obras, a créditos productivos ni a aumentos salariales. Quedó solidario. Pero se trata de una noción que, en mi opinión, no fue bien transmitida al público. ¿Solidario con quién? Para el sentido común de quienes se rehúsan a hablar de ajuste, lo solidario consiste en la eximición de pago a los más pobres. Pagan los que pueden. Pero al no explicarles por qué deben pagar tanto más, el resultado es la activación de la división social. Afectados versus eximidos. La bronca de Susana Giménez y los cantos de sirena de Lacalle Pou. Argentinos contra argentinos. Argentinos que trabajan y ganan bien contra argentinos que trabajan y ganan poco, o nada.

Si no se explica por qué hay crisis de deuda y por qué hay impuestazo, si se sigue dando por sobreentendido que debemos pagar los platos rotos, el resultado es la exculpación de los beneficiarios del endeudamiento contraído y la suba al ring de los pobres diablos de siempre –hoy cardiólogos exitosos, ayer jubilados con la mínima– que deben pagar las crisis de la deuda. El presidente y el ministro Guzmán, que no han tomado ni una sola medida de aumento del gasto público, deben explicar a los afectados por el impuestazo los orígenes del problema. Proveer detalles acerca de la deuda contraída y sus rentas invisibles. Explicarles a los contribuyentes que no están financiando a los beneficiarios de la AUH sino las ganancias de la especulación. Si no lo hace, la grieta volverá. «