Fue en  marzo del 2002. Nuria, mi amiga veterinaria, tenía que llevar al gran perro Kinkai a Brasil, donde lo esperaban sus dueños, una pareja que había vendido todo y se había comprado una posada en Buzios después de que el hombre sufriera un ACV. Nuria nos invitó a mi hija de ocho años y a mí a custodiar al akira de más de 50 kilos, con pelaje de zorro y ese nombre maravilloso que significa «oro». Había canjeado honorarios por parte de los pasajes y estadía. Nuestra amiga lo durmió en Ezeiza. Kinkai viajó como Drácula en una jaula enorme en la bodega. Se despertó en el aeropuerto, tragó una bocanada de ese olor a alcohol y petróleo con un bostezo enorme. Lo llevamos hasta la posada en una combi, que subió el morro a los tumbos con nosotras sosteniendo la jaula. Al principio caminaba en puntas de pie. Se sentaba en el borde de la pileta con los ojos entornados. Nos quedábamos tiradas a su lado y teníamos palpitaciones, por el calor. Íbamos a la playa en un bugui. Le decían El Bugre y así andaba.

Había playas de olas grandes, de olas torcidas, sin olas. Cuando volvíamos, el perro entraba en la posada, como si al fin lo hubiéramos relevado, nunca entendimos de qué. Comíamos en una fonda de comida al peso y le hicimos honor en la balanza. Nuestra anfitriona cocinaba feijoadas, preparaba tragos, organizaba una vida nueva. Cada tanto les gritaba a Kinkai y a su marido para que entraran, por el sol. Mi hija decía, tentada,»se hacen los sordos». Había que verles la cara. Parecía que el perro sonreía, con los labios estirados, y jadeaba, como riéndose.

*Escritora