El vínculo institucional entre el Estado y las organizaciones sociales es como un rompecabezas donde las piezas son de diferentes cajas, no encastran. Los políticos quieren la foto, nosotros la obra, y en el medio hay un montón de papeles y procesos que no tienen nada que ver ni con la foto ni con la obra. El sistema funciona de tal manera que es mucho más fácil hacer una consultoría y cobrar millones de dólares por algo que no tiene ninguna injerencia en la realidad que, por ejemplo, venderle barbijos hechos por cooperativas textiles al Ministerio de Salud en medio de una pandemia.

Cuando desde las organizaciones decimos que hay que simplificar el sistema, nos tratan como si estuviéramos planteando quitar controles a la corrupción, pero el problema de la burocratización del Estado no tiene nada que ver con la corrupción. Los papeles no garantizan que no se robe. “La normativa” diluye responsabilidades en una cadena tan larga como los pasos de un expediente.

Es un problema de confianza, de responsabilidad, pero también es un problema práctico. Los “procedimientos administrativos” funcionan como ansiolíticos para la “gente de jurídicos” que siente terror al ver amenazados los “usos y costumbres” ministeriales. Es como una realidad aparte donde la gente y las cosas concretas no existen, solo los expedientes. Pero las biblias normativas han sido inventadas cuando no existían los celulares inteligentes ni los movimientos sociales actuales. Modernizar el estado no tiene por qué ser un slogan de la derecha.

En esta “noche polar de helada oscuridad” -como llamaba Weber a la burocratización del orden social- hay algunas “linternas”. El BID tiene modalidades de ejecución sin “rendición financiera” (o sea, sin presentar ticket y boletas de cada peso gastado). Dan un subsidio y luego el banco contrata a una empresa auditora que controla que se cumpla con todo lo pactado. En Chile se está implementando un sistema de rendición de cuentas digital (que también permite el papel), tanto para empresas como para organizaciones de la sociedad civil. Y más cerca tenemos el ejemplo del subsidio ATP que cobrarán Clarín, McDonald’s, Ledesma o Techint. Está claro el prejuicio, si la plata va a los ricos, no hace falta tanto control, si la plata va a los pobres, se hacen un montón de cruces y análisis, no vaya a ser que alguien que cobra el Salario Social Complementario de $ 8.500 también cobre la IFE.

Hoy el Estado “terceriza” la realización de aquello que no puede resolver, y cuando se trata de los sectores populares, lo hace a través de las organizaciones. Pasa con miles de cosas. Por ejemplo, la recolección de residuos en villas, la asistencia de víctimas de violencia de género o jóvenes con adicciones. Las razones de esa tercerización son varias: económicas (es más barato), políticas (da respuesta a una demanda), históricas (no tenemos un estado grande y fuerte como en el primer peronismo). Pero lo más importante, es que funciona. El tema es que funciona de mala gana. Como no da casi rédito político, siempre hay que estar peleando para que salgan las cosas. Además, en lugar de ser visto como algo bueno, a desarrollar y mejorar, es algo vergonzante, porque no cumple con los estándares del republicanismo hipócrita o el progresismo careta. “El Estado no debe dar tantos subsidios”, “Nadie debería vivir de la basura”, “No se pueden urbanizar un barrio que está sobre tierras privadas”, “No deberían existir los comedores”, y como estos, un montón de argumentos desde distintos arcos políticos justifican que no se haga nada para cambiar la realidad de 5 millones de personas que no tienen acceso a tierra, techo y trabajo.

Para incluir a este pedazo de la patria, no alcanza el mercado y ni alcanza el Estado, si no ya se hubiera resuelto. Tiene que haber una nueva institucionalidad que permita que los movimientos sociales puedan ejecutar políticas públicas a gran escala, con mucho control para que nadie se robe ni un paquete de fideos pero de fácil gestión. A fin de ser propositivos, y aunque nuestros intentos de echar luz siempre lleguen con olor a goma quemada, van algunas cuestiones a tener en cuenta:

1. Está muy bien controlar la evasión fiscal empresarial que se lleva millones de la recaudación, pero el Estado no puede tener las mismas exigencias con un grupo de trabajo de cartoneros donde la mayoría de los compañeros y compañeras no tienen domicilio legal, porque viven en la “manzana 4” o “lote 6” de un asentamiento, sobre una calle sin nombre ni altura. En barrios alejados del centro, casi sin transporte público, sin internet. Para que se pueda cumplir con todas las exigencias estatales debería existir una política pública que se ocupe exclusivamente de que esos grupos tengan cuenta bancaria, una billetera electrónica, asesoría gratuita, posnet en los negocios barriales y todo el acompañamiento necesario para formalizar su actividad. Pero no va a suceder por generación espontánea. Mientras tanto, lo más importante es que las cosas se hagan.

2. Para mostrar que las cosas se hacen, se pueden exigir fotos y videos, que son mucho más difíciles de truchar que una firma. En el sector de la economía popular, y por mucho que le pese al gorilaje, siempre hay algún compañero que tiene un celular con cámara. Cada cooperativa podría certificar su trabajo con una aplicación. Hoy los procesos de rendición duran, como poco, 3 meses por cada proyecto. Son pilas y pilas de expedientes que van y vuelven porque falta un papel o una firma. Si una cooperativa debe una rendición, no cobra y queda inhabilitada para nuevas gestiones, aunque haya presentado todo en orden y sea el estado quien está demorado. Ni hablar de que se apura o se demora según intereses políticos.

3. Control ciudadano. ¿Por qué no hay canales pre judiciales donde los vecinos puedan denunciar desmanejos con fondos públicos? Así como existe una línea en el Ministerio de Desarrollo Social para denunciar usos clientelares de los programas sociales, que exista un modelo de intervención colectiva, pero parejo para todos: organizaciones sociales, empresas y el mismo estado. Y por supuesto, más allá de cualquier instrumento tecnológico, no hay nada más básico que ir al lugar y ver qué pasa. El Estado va muy poco a los barrios populares (y ni hablar a las zonas rurales). Pero no se trata solo de ir a “controlar” lo que se hace en el territorio. Porque ha sido tanta la distancia en todos estos años, que cuando aparece alguno bien vestido a decir cómo hay que hacer las cosas, dan ganas de ponerlo a freír torta fritas. Se trata de comprender y acompañar. Las universidades podrían cumplir un rol importante en este punto. Por ejemplo: que se hagan prácticas estudiantiles de la carrera de nutrición o de medicina en los comedores, pero si se descubre que los chicos están mal alimentados, que la respuesta sea mejorar la calidad de la comida, no clausurar el comedor. Comprar más verduras, no menos fideos.

Pero además de los subsidios, existe otra forma de vinculación entre el Estado y las organizaciones sociales: el régimen de “contratación directa”. Cuando una cooperativa pobre está en condiciones de brindar un bien o un servicio que el Estado necesita, en lugar de llamar a licitación, se les da prioridad. Pero a partir de una reforma del macrismo, esto rige solo para el Ministerio de Desarrollo Social. Por ende, si una cooperativa de mujeres del Barrio Toba fabrica tapabocas y el Ministerio de Salud los quiere comprar, no pueden utilizar esta normativa. El “compre social estatal” podría ser un gran dinamizador de la economía popular: viandas para los colegios, uniformes, mobiliario, por nombrar solo algunas manufacturas sencillas. En términos normativos, es solo cuestión ampliar el alcance del Registro de Efectores Sociales a todos los organismos públicos.

Con el sistema actual, hay una gran contradicción: por un lado, el Estado reconoce que hay un sector en una situación de grave vulnerabilidad social, y por el otro, a la hora de ejecutar una política destinada a ese sector, pone condiciones que requieren tener un equipo administrativo, contable y jurídico. Si hoy algunos recursos llegan a los que más lo necesitan, es porque las organizaciones sociales, con esfuerzo militante y sin reconocimiento, absorben todas esas tareas como pueden.

Debe haber muchas otras miradas sobre este tema y es cierto que una puerta que se abre con buenas intenciones se puede usar también para otra cosa. Tal vez no sea tan sencillo reformar el sistema actual, pero algo tiene que haber mejor que este oscurantismo burocrático sin empatía. Crear o errar es el camino.