Retratar a Robert Cox significó una enorme oportunidad y a la vez un riesgo. Oportunidad y riesgo que se han ido retroalimentando a medida que acontecía la transición –en muchos sentidos traumática– entre kirchnerismo y macrismo, entre dos posturas considerablemente distintas sobre la historia.

Cox había defendido el golpe militar de 1976. «Nos enfrentábamos ante una situación irónica en la que a través de una dictadura íbamos a poder consolidar una democracia», dijo en su testimonio en el Juicio a las Juntas, en 1985. Su diario, el Herald –de poca tirada hasta que se convirtió en el único medio en denunciar las desapariciones de la dictadura–, estaba fuertemente en contra de los grupos armados y utilizaba términos como «subversivo» y «terrorista» para definir a sus integrantes.

Robert Cox no es Rodolfo Walsh. El mensajero no es una película militante. Hay un valor en eso. Tocar los temas sensibles que rodean la figura de Cox significó un riesgo que podía atraer a un oportunismo reaccionario, que cruelmente utiliza la identidad de los desaparecidos como un campo de batalla central en su lucha por definir la historia. Pero darle a Cox su merecido lugar en un proceso de memoria colectiva es, al final, una oportunidad. El mensajero busca llegar a otros sectores de la sociedad, sectores que se han tapado los ojos y oídos, percibiendo el tema de los Derechos Humanos como un capricho partidario. Muchos apoyaron el golpe, muchos se opusieron a la izquierda armada. Que se identifiquen con Cox es un paso adelante, una posible apertura para una autorreflexión más profunda y tan necesaria. «

*Periodista australiano. Director de El mensajero.