El obispo castrense Santiago Olivera –un sujeto con sotana de la Santa Iglesia y sueldo del Estado– acaba de pronunciarse por “una Memoria sin Ideología, una Verdad Completa y una Justicia en el sentido más amplio”. También dijo: “No se están cumpliendo algunos derechos humanos para con nuestros fieles militares”. Así habló de los presos por crímenes de lesa humanidad en un texto que publicó el 6 de marzo en el blog del Obispado.

Ese mismo martes el Poder Ejecutivo difundía su anhelo de excarcelar a 96 represores –entre ellos el cura Christian von Wernich y el jefe de la ESMA, Jorge Acosta–, en un informe “técnico” del Sistema Penitenciario Federal, que depende del Ministerio de Justicia, con el dudoso propósito de “descomprimir el hacinamiento carcelario”. 

Semejante coincidencia tiene sus razones. 

Por un lado, no constituye una novedad el apoyo político y religioso de la jerarquía católica a los uniformados que en 1976 usurparon el poder. Ni el rol en las unidades militares de los capellanes, quienes –además de reconfortar el alma de los verdugos– solían fingir auxilio espiritual a los cautivos para así obtener datos de inteligencia. Es decir, esos hombres picaneaban con la cruz. 

Por otro lado, ya se sabe que la “teoría de los dos demonios” está en los genes filosóficos del macrismo. De hecho, la fortuna de la familia presidencial fue forjada al calor de la última dictadura. Y la actual política económica es un calco de la aplicada por José Alfredo Martínez de Hoz. Y varios funcionarios gubernamentales del PRO también lo fueron en el “Proceso de Reorganización Nacional”. De ahí proviene el atávico reparo oficialista por la revisión judicial de aquel período. 

Un capítulo notable de esta gesta en común fue el papel en la sombra de la Iglesia, junto con los operadores del Poder Ejecutivo, en el fallo suscripto por la Corte Suprema el año pasado para aligerar con el 2×1 la situación penal de los esbirros del terrorismo de Estado. Claro que resultó una iniciativa de la que todavía hoy los dignatarios eclesiásticos tratan de despegarse, al igual que sus socios de la Casa Rosada, en vista al multitudinario repudio que causó. 

Aún así –y sin ningún consenso para imponer por decreto una amnistía– el gobierno insiste el lograr por otras vías el mismo fin; a saber: que los juicios continúen, pero con los genocidas en sus hogares. Lo cierto es que aquella fue desde diciembre de 2015 la clave de su política al respecto. 

Tanto es así que ya en enero del año siguiente el sinuoso secretario de Derechos Humanos, Claudio Avruj, deslizó aquella postura al recibir en la ex ESMA a la señora Victoria Villarruel, quien preside el denominado Centro de Estudios Legales sobre Terrorismo y sus Víctimas, una mujer obsesionada con llevar a juicio a militantes de las organizaciones armadas que sobrevivieron al genocidio. “Con Cambiemos se ha producido un verdadero cambio”, dijo ella al concluir aquel encuentro. Avruj asentía con una cálida sonrisa. 

Otro hito suyo fue establecer “oficialmente” que en la dictadura hubo 7.010 desaparecidos. Ni uno más. Desde entonces el escamoteo contable del horror fue una política pública. Y a tal política él acababa de ponerle la cifra. ¿Acaso su objetivo fue armar un debate aritmético al respecto? Un debate que –por su sola realización– pondría en tela de juicio la ética de los organismos de derechos humanos. Había comenzado la era del “negacionismo oficial”. Y mediante una suerte de INDEC del terrorismo de Estado. 

Eran las maniobras previas a la operación del 2×1. Su desplome obligó a explorar otras alternativas. Así entró en escena el diputado del PRO, Nicolás Massot. “Con los años setenta hay que hacer como en Sudáfrica y llamar a la reconciliación”, soltó en una entrevista publicada en el diario Clarín. Más que una idea soltada al voleo parecía el anticipo de algún proyecto parlamentario para impulsar tal asunto. Cabe recordar que el modelo impuesto por Nelson Mandela en su país consistía en ofrecer impunidad por información con la ilusoria creencia de que aquello propiciaría una instancia reconciliatoria. 

Paralelamente se intensificaba el festival de arrestos domiciliarios para represores, siendo el de Miguel Etchecolatz su ejemplo más espeluznante. A la vez ocurría un brote conmemorativo de la llamada “lucha antisubversiva”: el Ejército –con el auspicio del Ministerio de Defensa– homenajeaba a militares muertos por la guerrilla en un acto encabezado por el entonces comandante del Ejército, Diego Suñer, mientras en el Museo de la Casa Rosada se inauguraba una muestra de objetos personales del dictador Pedro Eugenio Aramburu. 

Pero Suñer tenía las horas contadas. El 21 de febrero el ministro Oscar Aguad lo reemplazó por el general de brigada, Claudio Ernesto Pasqualini, no sin decir que las Fuerzas Armadas “fueron estigmatizadas y castigadas”. 

No hubo mejor candidato que aquel hombre de 58 años para restaurar el honor perdido. Porque Pasqualini es un referente del sector castrense que reclama la amnistía.. Nadie celebró su designación más que su propia esposa, María Laura Renés, hija –según reveló el portal Letra P– del coronel Athos Renés, condenado a perpetuidad por su participación en la Masacre de Margarita Belén. Ella pertenece al grupo de Cecilia Pando. En la ceremonia de asunción del marido había una invitada de lujo: la señora de Ernesto “Nabo” Barreiro, el ahora condenado jefe de La Perla. Para apreciar la cosmovisión de la flamante primera dama del Ejército basta echar un vistazo a su Facebook. “Antes de hablar mentiras de los 70, hablen de las torturas que pasan nuestros presos políticos”, consigna ella en un posteo reciente. 

Mauricio Macri tiene ahora un general a su medida. «