El kirchnerismo se concebía como contrapoder. Incluso luego de una década de predominio político, muy avanzado el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, se pensaba a sí mismo como detentador del gobierno pero no del poder, el cual permanecía en manos de otros actores como los empresarios y los medios concentrados. Frente a esos poderes fácticos, el kirchnerismo construía concentrando el poder político en la figura presidencial: el Estado –representante del pueblo– contra las corporaciones.

En contraste, el macrismo no se concibe como contrapoder. Lejos de eso, no ve en los poderes reales adversarios o actores a los que temer. Intenta, antes, encauzarlos, guiarlos en el camino correcto para la Argentina. En ese sentido, es un proyecto reformador, tanto de los actores más poderosos como de los más débiles. Al mismo tiempo, tiene una concepción de construcción de poder político más cercana al ideal liberal decimonónico: un Estado que se amolde a la forma de la sociedad, que no busque inmiscuirse en sus asuntos sino acompañarla. Hay aquí una paradoja: al mismo tiempo que tiene un proyecto de reforma social y moral de la sociedad –abandonar una sociedad regulada, vista como criatura del populismo, para avanzar hacia un mundo emprendedor, flexible–, se trata de hacerlo descentralizando el poder político, devolviéndolo a sus poseedores en el mundo social y económico. No es la primera vez en la historia argentina que esta paradoja habita las fuerzas antipopulistas.

La transformación social, hacia una sociedad mercadocéntrica, es en un sentido diluyente del poder político.

El Estado es, en estas condiciones, coordinador de agentes que todavía no están preparados para ejercer el rol asignado por el nuevo proyecto económico cultural. Los guía hacia la madurez. Debe moldearlos para que se adapten al nuevo tiempo: por ejemplo, acompañar a los industriales nacionales para lanzarlos luego a la competencia mundial. La paradoja se resuelve con esta metáfora adolescente: la sociedad todavía no está preparada para enfrentarse a ese mundo hiperconectado y flexible con el que sueña buena parte del gobierno de Cambiemos. Para eso, tenemos el Estado.