Michal tiene 32 años, es judía ortodoxa y está a punto de casarse. Pero un mes antes de concretar su sueño, y mientras revisa el catering de la fiesta, el novio decide cancelar la boda. Perdida por perdida, decide seguir adelante con su casamiento: tiene 30 días para encontrar al hombre que dé el sí.

Habrá entonces el tema predilecto de hoy en Israel: laicidad vs religiosidad. Ante Michal pasarán, presentándose como candidatos, de un rabino a un músico pop, con todo el degradé que el imaginario popular puede catalogar. Si bien la estructura es de comedia, su acercamiento resulta más bien melodramático.

El lamento, la culpa, Dios y su bondad y caminos ocultos -y también una cierta maldad, como no puede ocurrir de otra manera con un ser omnipotente- aparecerán una forma de un manual de procedimientos. Y la película se irá yendo en reflexiones más populares que sesudas, algo que de ninguna manera le quita profundidad. Al contrario, la pone del lado amigable del espectador.


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Sin embargo eso no llega a redondear la performance. Hay todavía algo en el cine Israelí -no así en el de directores de origen judío de otros lares del planeta- que no le permite transponer ese sentimiento melodramático a los cánones occidentales. Para decirlo en términos cinematográficos más prácticos: el público occidental no judío -y en especial el argentino- aprendió con Woody Allen sobre la culpa y la figura de la idishe mame (la madre) en la comunidad más de lo que cualquier libro pudiera explicarle; Allen, entre otros, supo adaptar a los términos del humor y la comedia de las plateas occidentales eso que para él tenía tintes trágicos. Y eso, al menos por las pocas producciones llegadas a la Argentina recientemente, parece faltarle al cine proveniente del Estado de Israel.

Un novio para mi boda (Laavor et hakir. Israel, 2016). Dirección y guión: Rama Burshtein. Con: Dafi Alferon, Noa Kooler, Oded Leopold, Ronny Merhavi, Udi Persi, Jonathan Rozen, Irit Sheleg, Amos Tamam y Oz Zehavi. 110 minutos. Apta para todo público. Salas: 12.