“Yo no quise ser Papa”, reveló alguna vez Francisco. Pero es más que eso, al menos por lo que devuelve Google, ese dios con minúscula. Si se busca “Francisco líder político” aparece el doble de respuestas que si se rastrea “Francisco líder religioso”. Desde 2013, Jorge Bergoglio está al frente de una organización de dos mil años de antigüedad con –se estima– 1287 millones de miembros. Del fin del mundo, así se describió su origen cuando le abrieron las ventanas del  balcón del Vaticano para anunciar su nombre. Esa parte del mapa es el sur de América, que en el período 2000-2015 escribió un libreto posible, de resultados concretos, con la dignidad y la igualdad como banderas. Ese mensaje, hoy despreciado y sepulto, resucita en la agenda global por obra de un hijo de estas tierras.

“Queremos un cambio, un cambio real, un cambio de estructuras; este sistema ya no se aguanta, no lo aguantan los campesinos, no lo aguantan los trabajadores, no lo aguantan las comunidades, no lo aguantan los pueblos.” Francisco lanzó esta consigna en Bolivia, acaso una de las pocas geografías del continente donde los desvelos de San Martín y Bolívar todavía siguen siendo sueños. Es boliviano también el último cardenal nombrado por el Papa, el primer sacerdote indígena en la historia de la Iglesia que llega a ese puesto de relevancia. Un obispo antes lustrabotas, canillita, minero y hasta alcalde. Y nacido en Potosí, cuna del saqueo español. El Papa ya había pedido perdón por la bendición católica a la brutalidad de la invasión colonizadora.

“El mundo de las finanzas offshore, a través de los ampliamente difusos canales de elusión fiscal –la evasión y el lavado de dinero sucio– constituye otra razón de empobrecimiento del sistema normal de producción y distribución de bienes y servicios”. Con la firma de Francisco, un documento considera que esas maniobras “difícilmente pueden encontrar una justificación, ya sea desde el punto de vista ético, ya sea en términos de la eficiencia global del mismo sistema económico”. El texto dispara balas como racimo al universo financiero y especulador, pero uno de los proyectiles impacta en la Casa Rosada, a cien metros del Arzobispado de Buenos Aires, su última casa.

En tiempos del discurso único y el capitalismo como supremo creador, Francisco tituló “Alabado Sea” (Laudato Si) a su encíclica más significativa. En sus 191 páginas, es la cuestión ambiental la que cobra preponderancia. Referencia –otra vez– un sistema “estructuralmente perverso” en el que los ricos explotan a los pobres. Y agrega: “No basta con equilibrar, a mediano plazo, la protección de la naturaleza con las ganancias financieras o la conservación del medio ambiente con el progreso; las medidas a medias simplemente retrasan el desastre inevitable; es cuestión de redefinir nuestro concepto de progreso”.

El drama de los abusos sexuales contra niños, cometidos por personas de sotana, es un escándalo de proporciones todavía incalculables para la Iglesia Católica. Francisco enfrentó el problema con algunas dificultades y muchos errores. Se le señala lo ocurrido con el cura italiano Mauro Inzoli, sentenciado a cuatro años de cárcel por pederasta. Benedicto XVI le había quitado su condición sacerdotal. Pero Francisco le devolvió el permiso para usar los hábitos, con algunas restricciones: no podía administrar sacramentos, predicar ni dar misas en púbico. Desde el Vaticano explicaron que se trataba de “un gesto de misericordia del Santo Padre”. La cantidad de casos acumulados hizo que el Papa diera un volantazo. En 2017 dijo que “el abuso sexual es un pecado horrible, completamente opuesto y en contradicción con lo que Cristo y la Iglesia nos enseñan”, y reconoció que la Iglesia llegó tarde al auxilio de las víctimas.

Hombre como, al cabo, es, Francisco sufrió la tentación un año más tarde. En enero llegó a Chile, una diócesis en cuya jerarquía reinan el diablo y la derecha (dos caras de la misma moneda). Entre cientos de denuncias, sobresale la que acusa al obispo trasandino Juan Barros de presenciar y encubrir los abusos sexuales –largamente demostrados– del sacerdote Fernando Karadima. El obispo estuvo junto al Papa en la misa central en Santiago. Y cuando de manera sorpresiva –o no–, Francisco permitió que unos periodistas lo abordaran y estos le preguntaron por el asunto, él contestó: “El día que me traigan una prueba contra el obispo Barros, ahí voy a hablar; no hay una sola prueba en contra, todo es calumnia”. Pruebas había. Sólo que los obispos chilenos las ocultaron a su jefe. El Papa convocó a mediados de mayo a los 34 prelados a su despacho. Les espetó que “no tuvieron el coraje para afrontar la responsabilidad” que les cabía, en actitud que “en criollo, recuerda al niño que mira a sus padres y dice: ‘Yo no fui’”. Todos pusieron su renuncia a disposición de Francisco. Y el Vaticano retomó un órgano de investigaciones internas que había interrumpido sus funciones en diciembre.

Hay cosas que el Papa dice al mundo que otros líderes de su estatus no. Levanta la voz para poner en escena el drama de los refugiados que se juegan la vida en el mar. Fustiga a los medios que actúan “como arma de destrucción de las personas y los pueblos”, y recuerda el papel del mal periodismo en los golpes de Estado. Define a las tres “T” (tierra, trabajo, techo) como un derecho para todos. Y le toca cargar con la cruz de una institución que debe respuestas más humanas para temas decisivos para la sociedad como el aborto, la homosexualidad y el empoderamiento de la mujer. ¿Podrá lograrlo? Por algo pide siempre “recen por mí”.