Apenas asumió, Michel Temer no les habló a personas. No se dirigió a votantes ni a ciudadanos, ni siquiera a consumidores. No: el presidente les habló a los mercados. Los contuvo, los mimó, los calmó. Les prometió ser uno de ellos y les pidió –a cambio– que dejaran de hacer lío. Como si fueran un niño les habló de confianza. Pero, detrás de las palabras dulces del abuelo tierno, hay medidas concretas: un Estado más chico, la puerta abierta a las privatizaciones y todo listo para acuerdos de libre comercio.
Es que el nuevo presidente sabe que no necesita votos. Esta es la tercera vez que el PMDB llega al poder sin una elección directa. «Es un estado de excepción, rompieron las reglas. Es un golpe contra un gobierno democrático que incluyó a las grandes masas en el juego político», dijo a Tiempo Pedro Otoni, secretario político nacional de Brigadas Populares.
El miércoles a la noche, los senadores votaban el inicio del juicio político a Dilma y los militantes del impeachment festejaban sobre la Avenida Paulista. Comían choclos y pochoclos con la Federación de Industriales del Estado de San Pablo a sus espaldas. Literal y metafóricamente. En un camión súper equipado con sonido y luces, tocaba Boca Nerviosa, un hombre que se viste con traje azul brillante y se autodenomina «el exterminador de la corrupción». Sobre la calle, unos 400 brasileños gritaban «Chau, ¡querida!» ininterrumpidamente y pedían por la cabeza de Lula: lo quieren ver preso. Por si quedan dudas de cuál es el próximo objetivo, andan para todos lados con un inflable de 15 metros de alto del ex presidente con un traje a rayas blancas y negras y un grillete.
 A Temer no lo banca nadie. La nueva derecha le exige que achique el Estado pero le aclara: «Si toca la operación Lava Jato, vamos para la calle de nuevo», dicen. Los del PT lo describen como el mayordomo de una película de terror y acusan al gobierno de no ser de transición, sino de traición.
Mientras el hashtag #Naovaitergolpevaiterluta cobra fuerza, los movimientos debaten cuál será la línea de acción. En lo que están de acuerdo es en que no reconocerán al gobierno. Para Otoni, no es un golpe contra lo que Dilma hizo mal sino contra lo que hizo bien. Son sus virtudes –y no sus debilidades– las que molestan. No la acusan de un acto de corrupción sino de una