Hace días que pienso en escribirte. Me sorprendo cada vez más a menudo caminando el bosque, la playa, y conversándote. Me pregunto, por ejemplo, qué dirías al contemplar el mar.

Amabas la naturaleza, sabías observarla, y esta actitud tuya, concentrada, venía de tu infancia en Intra, ese pueblo junto al lago Maggiore, en el Piamonte. Colinas, montes, valles, techos de tejas, un campanario. Me contaste que allá, de pibe, te gustaba dibujar. Mientras cuidabas las cabras, dibujabas. Tenías talento. Las monjas lo habían notado. Te apodaban Pequeño Giotto.

Te acordás de una noche en que venían resbalando por una ladera nevada. Te agarrás de tus padres. Allá abajo está Intra. Ese es uno de tus primeros recuerdos. También, la guerra.

En esos días falta harina, falta azúcar y lo único que sobra son angustias. Mandan los fascistas. En la noche los partisanos bajan de la montaña. Se oyen los tiros. A veces muy cerca. Tu madre tira los colchones en el piso. Las balas pegan en las paredes. En la mañana pueden verse los impactos. Los pibes se levantan temprano para juntar las cápsulas, las coleccionan. A las seis de la tarde empieza el toque de queda. Tu padre sale de la fábrica a las ocho. A veces tiene turno hasta las tres de la madrugada. Sus compañeros se quedan a dormir en la fábrica. Tu padre, no. Vuelve esquivando los tiros. No le importan.

Cualquiera puede pensar que es un valiente, uno que se arriesga por la resistencia. Pero no. Es un montañés tozudo. Su única razón es que quiere dormir en su cama. Estoy en mi derecho, dice. Los aliados desembarcan en el sur. Los nazis se retiran. Por cada caído fusilan a diez de nosotros. Hay un bombardeo. El blanco es una fábrica. Pero las bombas caen en una casa grande donde se alojan obreros. Tenías seis años cuando fue el fusilamiento de los cuarenta y dos. Así se los recuerda en Intra: los cuarenta y dos. Amigos, maridos, hermanos, hijos. Muchos, amigos de tu padre. Los arrastraron al bosque, los fusilaron. El llanto de las mujeres, esposas, novias, hermanas, madres. Te acordás del fusilamiento. Tu madre te cubre los ojos con sus manos. Pero podés ver entre sus dedos.

Sin embargo, no eran cuarenta y dos. Fueron cuarenta y tres. Hubo uno que cayó debajo de los otros y sobrevivió. Lo llamaban el cuarenta y tres. Vagaba por ahí, hablando solo. Quedó loco. Sin memoria. Y yo me acuerdo ahora, al anotar en este cuaderno, del último libro que me regalaste —me lo habías despachado, como era tu costumbre, por correo—, fue uno de Jean Giono, El hombre que plantaba árboles. Un muchacho caminante encuentra a un pastor en una región desolada de los Alpes que penetra en la Provenza.

Los pueblos más cercanos, caseríos secos, son de gente primitiva y mezquina, que vive de transformar la leña en carbón y venderlo. Hombres y mujeres encerrados en su egoísmo. El pastor solitario, apartado, se llama Elzeárd Bouffier. Selecciona y cuenta bellotas. Cien mil. De esas cien mil, por los roedores y las contingencias, habrán de crecer diez mil robles.

Pronto estalla la guerra del 14, el caminante, movilizado por cinco años, participa en Verdún. En este tiempo no piensa en los árboles. Podemos suponer el barro inmundo, los gases venenosos, la matanza. El narrador sobrevive.

Y al terminar la guerra, vuelve a su caminar. Había visto morir a demasiada gente durante esos cinco años como para no imaginar la muerte de Elzéard Bouffier, y más teniendo en cuenta que a los veinte años se considera a los hombres de cincuenta como ancianos a quienes sólo les falta morir. Pero no había muerto. El joven, que ahora imaginamos curtido, regresa a la región del pastor. Parecía rejuvenecido. Había cambiado sus ovejas por un centenar de panales. Las ovejas eran una amenaza para sus plantaciones de árboles, le explicó. Es más, había plantado también abedules. Y más tarde, encinas. El viento también esparcía algunas semillas. Con el resurgir del agua, reaparecieron los sauces, los juncos, los prados, los jardines, las flores y muchas razones para vivir, cuenta Giono.

La segunda guerra puso en peligro su obra. Los vehículos funcionaban a gasógeno y siempre faltaba leña. Talaron parte de sus robles, pero como las carreteras quedaban lejos, pronto se abandonó este recurso. Elzeárd Bouffier ignoró esta guerra igual que la anterior. Siguió plantando.

El narrador vuelve a verlo en 1945. La aldea más próxima, que en 1913 tenía no más de doce casas y unos pocos habitantes, tiene ahora matrimonios jóvenes. Qué me querías transmitir con este libro que me regalaste, enviado por correo. Que lo enviaras por correo sugería algo. Si te había llevado su tiempo encontrar este libro, bien podía tomarse el suyo el libro en llegarme, la clase de tiempo que ese libro iba a perdurar en mí. Creí interpretar en el ejemplo de ese hombre plantando a pesar de la adversidad y la indiferencia, en soledad, una alegoría del mito de Sísifo, una lección sobre el oficio de escribir. Contabas que todas las mañanas, antes de sentarte a escribir, acariciabas la computadora, como domándola.

Vine de Italia a los doce, me contás. Para mí el mar había sido Salgari. Lo habíamos navegado juntos. Pero el mar que navegué en la realidad fue otro. Me acuerdo de una tormenta en alta mar. La tripulación gritaba órdenes, se cerraban puertas y compuertas. Los pasajeros aterrados. El miedo callado de los hombres, las voces de las mujeres consolando a los chicos que lloraban y vomitaban. Sin embargo, yo no temía. A los doce sos invencible. No te frenan los cambios, los viajes, el idioma nuevo, una geografía distinta. Aprendí el idioma leyendo en la biblioteca de Salto, donde habíamos ido a vivir. Entraba y miraba los estantes y por ahí un título me decía algo. A veces, era ilegible: filosofía.

Qué filosofía iba a leer a esa edad. Igual lo intentaba. Había algo en mí que era imposible que comprendiera otro porque era únicamente mío. Y no era agradable lo que sentía. No sabía lo que era: sólo una gran confusión. Lo peor, la certeza de que era el único ser en el mundo al que le pasaba eso. No se lo hubiese podido contar a nadie porque nadie lo habría entendido. Hasta que saqué al azar un libro de un escritor alemán. Nunca pude recordar su nombre.

Contaba la vida de un muchachito que se iniciaba. Le pasaba exactamente lo mismo que me pasaba a mí. Entonces, me dije, si hay otro en el mundo, no estoy solo. Y si hay uno, seguramente hay más. Así supe que los libros sirven para romper la soledad. Y la rompen también mientras son escritos. A los doce tenés la vida por delante. Yo la tenía. Ahora la tengo a mi espalda.

Quien acepta el insomnio convierte su debilidad en fortaleza y acaba sintiéndose superior a los durmientes. Mientras ellos yacen en su sueño de los justos no saben lo que se pierden. En tanto, el insomne escribe contra las propias sombras, siempre en el borde de la desesperación, reprimiéndola, y como amansó la angustia, no les teme a sus tarascones. En ese borde encuentro la palabra perdida, la frase fugitiva. La pampa, el infinito alrededor del pueblo. Un hermano de tu padre, me contaste, vino antes a América, puso una carnicería en Salto. Y llamó después a tu padre. Dos años más tarde embarcaron tu madre, tu hermana y vos. Imaginaste que te esperaban caballos, jinetes, sombreros.Nada de sombreros ni de caballos. Tu padre trabajaba en la carnicería y a vos te reemplazaron los zapatos por unas alpargatas. Empezaste a trabajar en el reparto. Sin embargo, a esta edad, para vos, la aventura estaba en todas partes, en situaciones chicas que se viven como acontecimientos.

Desde seguir el curso del río, nadarlo, hasta cazar una liebre. Pero cuando uno tiene que aprender de nuevo a hablar en otro idioma, entre las dificultades de cada día está constante el hacerse entender. Es raro ser otro, extranjero. Pero el fútbol te ayuda. Sos half derecho del Club Compañía General. Tenés los botines, el pantaloncito, la camiseta. Y te vas integrando.

No sólo te cuesta aprender cómo se llaman las cosas fuera de tu casa. También leer. Ya hombre, ya escritor, ibas a subrayar lo que escribió Steinbeck en el prólogo a los mitos de Mallory: Hay muchas personas que olvidan, cuando crecen, lo mucho que les costó aprender a leer. Quizá se trate del mayor esfuerzo emprendido por un ser humano, y debe afrontarlo cuando niño. Un adulto rara vez sale triunfante de esa empresa, la de reducir la experiencia a un orbe de símbolos. Vadear esta dificultad, me contaste, fue tal vez la mayor de todas. Encaraste el desafío con tenacidad. Te sumergías en las novelas de aventuras. Aunque en cada novela había una historia distinta, todas parecían contar lo mismo: lo difícil que es mantenerse íntegro en medio de peligros y tentaciones.

La dificultad es la misma para Sandokán al luchar contra los thugs como para un caballero de la Mesa Redonda resistir la seducción de una hechicera. A veces, de noche, en la llanura, en esa casa baja, una luz permanece encendida. Sos ese pibe que lee hasta que el gallo cante.