Los libros establecen con los lectores relaciones diferentes. Algunos producen un placer pasajero que se olvida fácilmente, otros generan rechazo y unos poco constituyen un punto de inflexión. Luego de leerlos ya no somos los mismos. A través de estos últimos, el lector encuentra que la historia que leyó ha sido escrita para él, que expresa pensamientos que le son propios pero que no pudo formular ante sí mismo ni ante los demás de una manera orgánica.

Bajo el árbol de los Toraya, de Philipe Claudel (Salamandra), en uno de eso libros que constituyen una revelación y que con el tiempo, olvidados ya los detalles de la historia que narra, permanece en el lector como esos persistentes sabores y perfumes de infancia que forman parte de nuestra memoria afectiva.

El pueblo de los Toraya vive en la isla indonesia de Célebes. Dentro de su cultura, los rituales de la muerte ocupan un lugar importante. Cuando muere un bebé,  es colocado en el hueco del tronco de un árbol. La entrada por la que se lo introduce allí es tapada por ramas y telas. Con el tiempo, la corteza se reconstruye sola y  las ramas permiten que el niño marche al cielo. Para Claudel, este rito es una metáfora de la presencia que siguen teniendo en nuestras vidas los muertos queridos. Aunque se hayan ido, viven en nuestro interior.

Eugéne es el único amigo y productor del narrador que, como Claudel, también es director de cine. Un cáncer que estaba seguro de poder vencer, se lo lleva tempranamente y, a partir de su muerte, el narrador recorre todos los estadios del duelo. Paralelamente, la relación con una mujer mucho más joven irrumpe en su vida.

Aunque la división en géneros literarios no cesa de revelar su arbitrariedad, en la contratapa se clasifica el libro de Claudel como novela.  Podría decirse también que es un ensayo poético. Pero es cierto que, según afirmaba Ricardo PIglia, “la novela es el basurero de los discursos”, por lo que la reflexión filosófica no sería ajena al género. Moby Dick es una demostración palmaria de la afirmación de Piglia. Clasificarla como una novela de aventuras, cosa que se ha hecho a menudo, resulta un reduccionismo imperdonable, ya que también en esa extensa novela hay reflexión filosófica y hasta un tratado zoológico sobre las ballenas.

Bajo el árbol de los Toraya  no sólo habla sobre los misterios de la muerte, sino también sobre las mutaciones de ese extranjero, de ese extraño con el que convivimos desde el nacimiento y que  suele identificarse con nuestro ser, pero que tiene una vida autónoma de nosotros: nuestro propio cuerpo. Por lo general, según lo dice el narrador, éste permanece en silencio y es nuestro cómplice durante veinte o treinta años y, en un momento que es siempre inesperado, se revela como un traidor que, sin motivo aparente, se rehúsa a seguir siendo nuestra casa hospitalaria y nos expulsa de manera más o menos violenta, según los casos, de nuestro estado de confort recordándonos que sólo somos inquilinos, que no tenemos casa propia.

En 2017, Claudel  participó del Festival Puerto de Ideas de Valparaíso. En ese momento dijo en una entrevista: “Hemos borrado la muerte de nuestra cultura. Le tememos y soñamos con la inmortalidad. En mi infancia, la muerte todavía estaba presente y con ella los rituales privados y religiosos que la rodeaban: veíamos el cuerpo de los muertos durante tres días. La misa fúnebre reunía a muchas personas. Luego estaba el cementerio, el descenso del ataúd al pozo y después una comida. Esto ayudaba a entender la idea de la muerte. Nos dábamos cuenta de que ella era parte de la vida. Hoy, a menudo, morimos en el hospital. No hay más vigilias funerarias, y muy pocas ceremonias religiosas. Los cuerpos se incineran más. La muerte, de hecho, se vuelve invisible, obscena y más aterradora.” Velar a los muertos, como lo afirma Claudel y lo demostró la espantosa realidad argentina de los años de la dictadura y la posdictadura, constituye un requisito necesario para poder elaborar el duelo. Aunque sabemos que la muerte es inexorable, nos resulta también inadmisible. Por eso es difícil sepultar en nuestro interior el cuerpo de un ser querido que no hemos visto muerto, que “desapareció” sin dejar rastros de su partida tan contundentes como su cuerpo sin vida.

Es difícil leer Bajo el árbol de los Toraya sin sentirse identificado en algunas o en muchas cosas, porque su escritura apela a la sensibilidad y da siempre en el blanco de la emoción. Algunas de sus novelas traducidas al castellano como La hija del señor Linh y, sobre todo, El informe de Brodeck (Premio Goncourt 2007), son pruebas de su capacidad para transformar los sentimientos que parecen inexpresables, en maravillosas escenas construidas con palabras. 

En su escritura no hay frases ampulosas ni aspiración de trascendencia. Por el contrario, los conflictos humanos más profundos pasan por el tamiz de la experiencia cotidiana. Su escritura deja siempre un sabor melancólico, aunque en el fondo de sus historias se esconda una celebración de la vida. 

Su última novela, por lo menos la última publicada en la Argentina, no es una excepción. En ella se expresa, además, una problemática que es socialmente silenciada: la sensación de soledad y aislamiento que produce el solo hecho de asomarse al abismo del deterioro físico y vislumbrar lo que está por venir. Entre los hallazgos de la novela figura, sin duda, la capacidad del autor para plasmar esa situación de extrañamiento respecto del cuerpo que nos traiciona aunque sea parte indisoluble de nosotros mismos y sea parte fundamental de nuestra esencia.

Pilippe Claudel nació en 1962 en Nancy, Francia. Fue profesor y guionista cinematográfico y televisivo. Su largometraje Hace mucho que te quiero fue galardonado con dos Premios César. Durante más de una década dio clases para los reclusos de una prisión y para chicos discapacitados de un hospital. En 2014 viajó a la Argentina para participar del Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (FILBA). Dijo en esa oportunidad que se encontraba contento de conocer la tierra de Borges y Bioy Casares, dos autores que influyeron en su formación.