El ala anarquista de la alianza Cambiemos ha pasado nuevamente a la «acción directa»; esta vez en el teatro ND Ateneo, de la calle Paraguay al 900. Sucedió el miércoles pasado poco antes de las 20:30, durante el estreno del documental El camino de Santiago (de Tristán Bauer, con guión de Florencia Kirchner y Omar Quiroga, en base a una investigación de Juan Alonso), que reconstruye el primer crimen político del macrismo.

Más que un acto terrorista, el asunto parecía una performance, tal como lo registró en vivo una cámara de C5N, justo cuando en sus estudios se recibía una amenaza de bomba. Semejante dramatismo de opereta se vio robustecido por sujetos encapuchados que pintaban en las paredes la «A» –de anarquismo– adentro de corazoncitos, en medio de una coreografía plagada de cascotazos y corridas. Un motociclista policial seguía de largo como si nada ocurriera. Y en el repliegue, el exsecretario de Seguridad, Sergio Berni fue mordido en una mano. Los atacantes estaban armados hasta los dientes.

Fue una operación de «bandera falsa», pero muy al estilo del PRO.

Tal expresión reconoce su origen en una táctica de los piratas del siglo XVI que consistía en disfrazar sus barcos con banderas ajenas para así lograr que las víctimas no huyeran ni se prepararan para la batalla. Y en la actualidad alude a maniobras de inteligencia que se cifran en la realización encubierta de algún acto repudiable y resonante con el objetivo de endilgárselo a terceros, ya sean personas, grupos o naciones enemigas.

La Historia de la civilización está salpicada por este recurso, que hasta incluye la escritura de textos apócrifos con fines inculpatorios. Tal fue el caso, en 1902, de Los protocolos de los sabios de Sión, la gran obra literaria de la Ojrana (la policía secreta zarista), cuyas páginas «reproducen» las actas de una imaginaria conspiración judeo-masónica para conquistar el poder mundial. En realidad, su difusión no tuvo otro propósito que legitimar ideológicamente los pogroms contra la población judía en Rusia.

Claro que hubo casos menos sutiles y con hechuras más cruentas. Como –por ejemplo– el incendio del Reichstag y la Operación Gladio.

El primero se refiere al fuego provocado en el edificio del Parlamento alemán en Berlín, el 27 de febrero de 1933. Un hecho atribuido por el naciente poder nazi (Hitler acababa de llegar a la Cancillería) a un comunista holandés de 24 años, ejecutado poco después. Todo el asunto fue ideado por el propio Führer (con producción a cargo de Hermann Göring), quien así legitimó una feroz cacería de dirigentes y militantes del Partido Comunista Alemán (KPD), sus más peligrosos adversarios.

A su vez, la Operación Gladio fue la puesta en marcha (con apoyatura de la OTAN y la CIA) de la red que impulsó en Italia la llamada «estrategia de la tensión», durante los años setenta. Su método: el uso intensivo de elementos ultraderechistas para cometer atentados en nombre de la izquierda radicalizada (como la voladura de la Estación de Bolonia, con 85 muertos). Su finalidad: neutralizar, en medio de la Guerra Fría, el ascenso por las urnas de los partidos disidentes al alineamiento peninsular con los Estados Unidos.

Ante estos logros en el campo del ilusionismo, bien puede decirse que en la Argentina del presente el arte de la «bandera falsa» atraviesa un patético momento. Lo del ND Ateneo fue una muestra palmaria de eso.

Apenas dos imágenes –publicadas por el portal Infonews– bastaron para esclarecer la cuestión. En la primera se ve a una agente de la policía porteña interviniendo en un arresto al concluir el acto por Santiago Maldonado en la Plaza de Mayo. La segunda la exhibe con un aerosol en una mano y un adoquín en la otra, mientras apedrea el teatro de la calle Paraguay.

Para comprender tal «estilo de trabajo» se torna necesaria la evocación de un ya añejo episodio.

El 25 de junio de 2005, luego del partido entre Chacarita y Defensores de Belgrano en la cancha de Huracán, Fernando Blanco, de 17 años, murió por los golpes recibidos en un patrullero de la Policía Federal.

El operativo de seguridad estuvo a cargo del comisario inspector Carlos Arturo Kevorkian. Hoy, jefe máximo de la Policía de la Ciudad.

Esa vez el tipo ordenó que varios de sus hombres de civil se infiltraran en la tribuna donde estaban los hinchas de Defensores para causar desmanes que naturalizaran la represión posterior en los alrededores del estadio.

¿Acaso no resulta familiar aquella metodología? Se trata exactamente del mismo modus operandi desplegado el 1º de septiembre del año pasado por la mazorca de Rodríguez Larreta durante el multitudinario acto que reclamaba la aparición con vida de Maldonado: individuos encapuchados que propiciaron con vandálicos incidentes una desaforada persecución de manifestantes.

Un patrón operativo debidamente estrenado durante la emboscada con golpizas y arrestos arbitrarios a mujeres luego de la marcha organizada el 8 de marzo por el colectivo Ni Una Menos. Y que se repitió tanto en el sorpresivo ataque del 9 de abril a docentes que armaban la Escuela Itinerante en la Plaza de los dos Congresos como en la bestial celada a los cooperativistas que el 28 de junio se habían movilizado ante el Ministerio de Desarrollo Social. Por tal razón ni siquiera despertó el asombro que en la convocatoria contra la sanción de la reforma previsional ese ardid fuera parte del menú policial. Un ardid que lleva el inequívoco sello de Kevorkian.

Allí recibió una grave lesión en la córnea el policía Maximiliano Russo. Su caso es famoso porque Macri lo visitó en el Churruca, y le dijo: «Tu mujer es muy linda para que la mires con un solo ojo». La madre luego reveló que el pobre Maxi, infiltrado entre los manifestantes, fue herido por sus propios camaradas, también infiltrados. Lo que se dice, «piedrazo amigo».

Kevorkian ahora incursiona en una nueva modalidad: «Teatro en el hall del teatro». El happening del ND Ateneo fue su debut. «