“No me metan en quilombo que la camioneta es del laburo”, les soltó como un reto Ángel Bramajo a los seis amigos que acababan de subirse. Un rato antes, el grupo había bajado en un supermercado a comprar hamburguesas, pero una discusión apuró la partida. Rodrigo García, que viajaba en el asiento del acompañante y que tampoco se había bajado, les preguntó qué había pasado. Alguno reconoció que se “pasó de pillo” y quiso llevarse un licor sin pagar. Ángel los insultó. Después volvió a resoplar y puso primera. A los pocos minutos un patrullero se cruzó en su camino; logró esquivarlo y evitar el choque. Sabe que a los pocos metros frenó. No puede explicar cómo porque las balas lo aturdieron. También los gritos de un amigo que se desangraba. Una vez tendido en el asfalto, con la suela de una bota aplastándole la cabeza, pudo ver como retiraban de la camioneta un cuerpo rígido. Era Diego, y estaba muerto. Cerró los ojos y pidió por favor despertarse de esta pesadilla.

Ángel –33 años, empleado de Aysa, padre de una nena que el 6 de agosto cumple cuatro años– está preso acusado del delito de “robo calificado por haber sido cometido en poblado y en banda en concurso real con el delito de tenencia de arma de uso civil sin la debida autorización”, desde aquel 19 de mayo, cuando un operativo cerrojo de la Policía Bonaerense desplegado en Martín Coronado, partido de Tres de Febrero, baleó la camioneta Ducato en la que viajaban él y otros siete amigos. Uno de ellos, Diego Cagliero, un músico de 30 años, recibió un disparo que entró por la axila y llegó hasta el cuello, provocándole la muerte. Mauro Tedesco, otro de los ocupantes, tuvo más suerte: la bala que lo hirió en el abdomen no alcanzó a matarlo.

De acuerdo a las pericias posteriores, la camioneta conducida por Ángel recibió, al menos, 14 disparos. La policía justificó la desmesura alegando que los jóvenes había cometido un “golpe comando” con armas de fuego en el supermercado Día de la avenida Perón al 7600. La versión es difícil de sostener si se tiene en cuenta que el vehículo acribillado circulaba a 40km/h, una velocidad, cuanto menos, inusual para una “fuga”. Tampoco coincide con las imágenes captadas en el interior del comercio donde no se ve que el grupo de amigos llevara armas y, en consecuencia, que con ellas intimidaran a los empleados. En cambio, los registros fílmicos parecen coincidir con el relato de los baleados, quienes admitieron haber querido llevarse algunos productos sin pagar. Eso habría generado la discusión con el hijo del dueño del local y dos empleados, uno de ellos, personal de seguridad.

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“Es una locura sostener que existió un plan para ir a robar en forma de golpe comando. Lo que pasó es que alguno se hizo el pícaro y se quiso llevar algo. En el caso de Ángel, ni siquiera se bajó de la camioneta, él no pudo saber lo que había pasado adentro del supermercado. Incluso, él puso plata para comprar las hamburguesas”, explica Juan Manuel Casolati, su abogado defensor, quien ya presentó un recurso ante la sala II de la Cámara de Apelaciones y Garantías de San Martín para que se revoque la prisión preventiva, argumentando que, no sólo no hay pruebas de su responsabilidad, sino que tampoco existen circunstancias que permitan suponer el peligro de fuga o entorpecimiento de la investigación.

“Yo denuncio a la fiscalía –continua– porque no preservó la camioneta después del hecho. Los policías entraron y salieron del vehículo como quisieron. En la camioneta no había dinero ni mercadería, pero convenientemente secuestraron dos armas: una pistola de aire comprimido y un revólver calibre 32. La policía tuvo que plantar la prueba de descargo y decir que los chicos iban armados para justificar los disparos”.

De los 12 efectivos que participaron del operativo, solo Rodrigo Canstatt y Sergio Montenegro fueron imputados por el asesinato de Diego y las lesiones a Mauro. Resulta paradójico que el tercer detenido sea uno de los sobrevivientes.

Educados para matar. “Si él no frenaba, los acribillaban a todos. Hubo chicos que se tiraron por la ventanilla del acompañante. Los policías estaban desquiciados, no hubo sirena, ni voz de alerta.  Después les siguieron pegando, pisándoles la cabeza en el piso. Ni a los animales se los trata así. Están educados para matar. Tanto Ángel como algunos de los chicos todavía no pueden dormir”, cuenta Carla, la pareja de Ángel y madre de su hija.

Los amigos se conocían desde los 12 años (ahora todos rondan los 30). El sábado pasado se juntaron en un festival frente a la estación de Martín Coronado para exigir justicia por Diego y libertad para Ángel.

“Mi marido no es un delincuente –sigue Carla–, la fiscal Gabriela Disnan tiene que darse cuenta que le está arruinando la vida a un trabajador y su familia. Nuestro reloj se frenó, mi casa se volvió un lugar oscuro, lo extrañamos demasiado”.

“El caso de Ángel –concluye Casolati– es un calco de lo que está pasando en la justicia federal; es una causa armada, con pruebas plantadas, básicamente porque el poder político necesitaba legitimar el accionar ilegal de las fuerzas de seguridad”.